CIUDADANIA E HISTORIA.

http://www.uam.es/proyectosinv/ciudadan/Flor2.htm

PERSPECTIVAS HISTORIOGRAFICAS EN TORNO A LA CIUDADANIA


Florencia Peyrou


Introducción


Desde hace algo más de una década, la cuestión de la ciudadanía ha vuelto al primer plano en el ámbito de las ciencias sociales, tras una primera explosión de interés por este tema en los años 1960 y 1970, debido a la influencia de la teoría pionera de T. H. Marshall (1949).[1] La vuelta de la ciudadanía se debe en gran medida a un contexto social, político y económico en el que interactúan diversas variables. En primer lugar, destaca la aparente situación actual de “apatía política”, que ha llevado a numerosos investigadores a interesarse por las prácticas participatorias que la noción de ciudadanía llevaba aparejada en el pasado. A esto se une el fracaso de las políticas medioambientales que dependían de la cooperación voluntaria de los ciudadanos, que ha incrementado el interés por el concepto de la virtud cívica.[2] La proliferación de demandas de derechos de numerosos grupos minoritarios y las migraciones masivas han provocado el debate sobre la ciudadanía multicultural,[3] mientras que la progresiva erosión del Estado de Bienestar, con la consecuencia de un aumento del desempleo y la pobreza, ha provocado la emergencia de discusiones en torno a las relaciones entre las obligaciones y los derechos de los ciudadanos, la exclusión e inclusión del mercado de trabajo y, básicamente, el concepto de “ciudadanía social”.[4] Además, fenómenos como la globalización, la transnacionalización y la Unión Europea plantean la necesidad de reconsiderar el significado de la noción de ciudadanía en todos sus aspectos.[5] Los cambios en las relaciones de género implicaron la emergencia de debates en torno a la exigencia de una ciudadanía plena de las mujeres.[6] También se han señalado procesos como la democratización de los regímenes en América Latina; el final del “apartheid” en Sudáfrica; el colapso de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia; las guerras étnicas y nacionalistas en Europa del Este, Asia y Africa; y la emergencia de los poderes económicos del este asiático, como causas de la reciente popularidad de la ciudadanía y la identidad, dada la necesidad de recrear la ciudadanía y la esfera civil en la transición al capitalismo y la democracia.[7] Por último, la crisis de las dos grandes ideologías occidentales en 1989, el marxismo y la democracia liberal, impulsó la noción de ciudadanía al centro de la aspiración a una redefinición del espacio político.[8]

Pese a este gran número de investigaciones no se ha logrado aún un consenso en lo que a la definición del concepto se refiere. Para algunos autores la ciudadanía consiste en un estatuto legal: el conjunto de derechos que relacionan al individuo con el Estado (Marshall, 1997), la categoría de personas incluidas en un círculo de participación política plena (Lipset), la pertenencia a un Estado-Nación definida por la igualdad en la posesión de derechos y obligaciones (Janoski, 1998). Otros conciben la ciudadanía como un proceso o práctica: Somers (1993) la define como un grupo de prácticas institucionalizadas, constituidas por redes de relaciones y lenguajes políticos que ponen de manifiesto la pertenencia y la universalidad de derechos y obligaciones en una comunidad nacional. Para Turner (1993) la ciudadanía constituye una serie de prácticas políticas, económicas, jurídicas y culturales que definen a un individuo como miembro de una sociedad. Tilly (1996a), por último, se refirió a la ciudadanía como una serie continua de transacciones entre las personas y los agentes estatales en la que cada individuo posee derechos y obligaciones en virtud de 1)- su pertenencia a una categoría exclusiva, como la de nativos o naturalizados, y 2)- la relación del agente con el Estado.

No es este el lugar para analizar con profundidad todos los debates que se han generado en torno a dicho concepto. El objetivo del presente artículo es, más bien, constatar en qué medida el auge de la ciudadanía ha influido en la práctica historiográfica. Por un lado, como objeto de estudio, con investigaciones que rastrean la evolución del significado del concepto de ciudadanía a lo largo de la historia o de ciertos elementos constitutivos del mismo como virtud cívica, libertad o participación; también con análisis del proceso de democratización, de la ampliación de los derechos ciudadanos y del propio sistema electoral, es decir, de las prácticas electorales y su simbología y significado. Por otro, en tanto medio de reconsiderar ciertos temas claves de la historia social, como el movimiento obrero y la historia sindical, desde una óptica de lucha por la ciudadanía, teniendo en cuenta que gran parte de las luchas políticas y sociales que se han producido a lo largo de los últimos doscientos años se centraban en la ampliación de los derechos ciudadanos. Para ello me propongo comentar un conjunto de textos clave centrados en la ciudadanía desde diversas ópticas y que contribuyen de manera decisiva al debate general sobre el tema con importantes aportaciones para la construcción de una teoría sólida de la ciudadanía.

Comenzaré con una breve descripción del análisis de T. H. Marshall (1997), ya que constituye el punto de partida de todas las investigaciones que voy a comentar. A continuación me referiré a las formas en que se puede encarar la historia de la ciudadanía: desde la historia de la filosofía política, desde la historia política, desde la historia del género y desde la historia social.



La ampliación de los derechos ciudadanos: la teoría histórico-sociológica de T.H. Marshall.


La conferencia que Marshall dictó en 1949,[9] “Ciudadanía y clase social”, se convertiría posteriormente en la teoría clásica de la ciudadanía y de su proceso de formación. En ella Marshall dividía la ciudadanía en tres elementos: civil (“los derechos necesarios para la libertad individual”), política (el derecho de participar en el ejercicio del poder político) y social (el derecho a un mínimo bienestar económico), cada uno de los cuales tomó forma en un momento diferente de la historia inglesa: los derechos civiles en el siglo XVIII, los políticos en el XIX y los sociales en el XX. La evolución se debió básicamente a un cambio en la mentalidad de las élites, que adoptaron “un sentido más humano y realista de la igualdad social”. Para Marshall la ciudadanía, como estatus que universaliza los derechos y deberes de todos los miembros de una comunidad, constituye un fundamento de igualdad sobre el que se puede construir la estructura de desigualdad inherente al sistema de clases sociales. Pero la creciente valoración de la justicia social condujo desde los inicios del reconocimiento de los derechos sociales a una cada vez mayor reducción de la desigualdad social, que culmina, en el momento en el que escribe Marshall, con “la remodelación del edificio completo”.

Este modelo ha sido objeto de numerosas críticas. Como ha subrayado M. Pérez Ledesma (1998), “la lista de acusaciones resulta casi interminable”: la teoría sólo es aplicable a Inglaterra, ya que en otros países las etapas no se suceden de la misma forma; el contenido de cada una de las formas de ciudadanía presenta también algunos problemas, ya que no se separan los derechos individuales de los colectivos dentro de la ciudadanía civil y se mezclan el derecho a la educación y el derecho a las prestaciones económicas dentro de la ciudadanía social, cuando cada uno de estos derechos fue adquirido en periodos diferentes; y el papel que Marshall concede al Estado olvida el conflicto social y la negociación que tuvieron lugar en el proceso de acceso a los diferentes derechos.

Estas críticas podrían marcar una pauta en la clasificación que me propongo efectuar de las distintas formas en que se puede encarar la cuestión de la ciudadanía desde la historia, teniendo en cuenta que una clasificación siempre resulta de alguna manera artificial dado que los temas y perspectivas se interrelacionan. En primer lugar, en cuanto al contenido del concepto de ciudadanía, la historia de la filosofía política ha jugado un importante papel a la hora de definir y analizar los fundamentos filosóficos del concepto y su evolución en el tiempo. Su principal aportación ha sido la de revelar la existencia de dos tradiciones intelectuales diferentes en lo que concierne a la ciudadanía, que se han desarrollado a lo largo de la historia occidental: una centrada en los derechos, la liberal, y otra centrada en la virtud, la republicana. Los trabajos comentados se refieren principalmente a esta última tradición, que está siendo rescatada actualmente por una tendencia crítica tanto con el liberalismo como con el comunitarismo.

A continuación, retomamos la teoría marshalliana centrada en los derechos ciudadanos, de acuerdo con la tradición liberal, para comentar un grupo de textos dedicados al estudio de la ciudadanía política. En este punto, el interés proviene de los intentos de revisar el proceso de extensión de los derechos ciudadanos, desafiando la teoría excesivamente historicista y lineal de Marshall, así como, desde otra óptica, las formas y significados del establecimiento de estos derechos. La historia de género se ha ocupado de los fundamentos de la exclusión de las mujeres de la ciudadanía política y de las luchas femeninas contra esta exclusión, y los estudios dedicados a esta cuestión se revelan necesarios para una buena comprensión de la historia de la ciudadanía política. La cuestión del conflicto enlaza, por último, con la última crítica al sistema erigido por Mashall, y, en este punto, la historia social y la sociología histórica no sólo reconsideran los movimientos sociales a la luz del lenguaje de derechos y de la lucha por la ciudadanía, sino que, por esto mismo, hacen hincapié en los conflictos que tuvieron lugar para lograr el establecimiento de los derechos civiles, políticos y sociales.



Ciudadanía e historia de la filosofía política.


La historia de la filosofía política del concepto de ciudadanía se enmarca en el debate que acerca del mismo se viene desarrollando entre tres corrientes ideológicas: el liberalismo, el comunitarismo y el republicanismo moderno. Si bien Marshall hacía hincapié en los derechos ciudadanos en detrimento de los deberes y afirmaba la separación del individuo del Estado, en una concepción común a la tradición liberal, los comunitaristas reafirmaron la integración del individuo en la comunidad y la supremacía de los deberes sobre los derechos.[10] En este contexto comenzó a tomar fuerza una tercera concepción, la republicana, que formaba parte de una tradición de pensamiento que comenzó con el modelo político de Aristóteles y los pensadores de la Roma republicana, que fue recogido por los humanistas cívicos del Renacimiento italiano, reformulado por los republicanos ingleses del siglo XVII y, posteriormente, por los teóricos de las Revoluciones americana y francesa, y que se fundamentaba en el ideal de la virtud cívica.

El estudio del ideal republicano de la virtud cívica parece estar marcado por la obra de Hans Baron (1955), que resaltó la importancia del “humanismo cívico” o de los “republicanos clásicos” en el Renacimiento italiano mediante el análisis de un corpus de textos que hasta el momento sólo habían sido manejados por los estudiosos de la literatura italiana. Los trabajos de Bernard Bailyn (1966, 1970, 1974) mostraron la importancia del republicanismo clásico en el partido Whig inglés y en la Revolución americana. Pero el estudio más relevante de esta tradición vino de la mano de J.G.A. Pocock (1975). Este autor, desde el proyecto de transformación de la historia del pensamiento político en una historia del lenguaje y del discurso políticos del que también formaba parte Q. Skinner, investiga en su obra la genealogía del vivere civile y la virtud cívica a lo largo de tres momentos esenciales que denominaba “maquiavelianos”: el Renacimiento italiano, el siglo XVII inglés y la Revolución americana. La gran originalidad de The Machiavellian Moment radica en la forma en que Pocock describe la transición del republicanismo florentino al inglés y americano, y las características de una tradición fundada en un ideal cívico y patriótico, según el cual la personalidad política se basaba en la propiedad y se perfeccionaba mediante la ciudadanía activa, pero estaba amenazada permanentemente por la corrupción, que sólo se podría contener por medio de la virtud. Esta consistía, a su vez, en la preferencia del bien común sobre el particular y en la voluntad de vencer a la corrupción, cuyo significado varió y pasó de identificarse con la Fortuna, a representar la especulación o comercio.

Pocock muestra cómo la polis aristotélica resurgió entre los humanistas italianos del siglo XV con un problema añadido: lograr su pervivencia en el tiempo. Para estos pensadores, la solución radicaba en la virtud de los ciudadanos. La virtud tenía dos acepciones inseparables: la vertiente cívica concebía que el hombre sólo se realizaba a través de la política -según el modelo aristotélico- e implicaba anteponer el bien común sobre los fines particulares; la vertiente “no moral” consistía en la voluntad de imponerse a la Fortuna, entendida como los sucesos incontrolados, la contingencia. La virtud, en sus dos acepciones, era la única forma de lograr la pervivencia e independecia de una comunidad. Para Maquiavelo el dominio de la Fortuna implicaba la expansión militar y el armamento de todos los ciudadanos. El ciudadano no era tanto un hombre que participaba en la toma de decisiones, según la concepción de Aristóteles, como uno que, entrenado por la disciplina militar, entregaba su vida a la patria. A la vez, para evitar la corrupción, o el triunfo de la Fortuna, era necesario anular cualquier forma de dependencia, por lo que el ciudadano guerrero debía gozar de independencia económica.

En la época de la Guerra Civil inglesa la política se interpreta con un lenguaje maquiaveliano.[11] Harrington pretendía en Oceana (1656) reconstruir la virtud clásica y el autogobierno, por lo que representó al propietario inglés como un ciudadano clásico y reformuló la teoría maquiaveliana según la cual la posesión de armas era necesaria para adquirir la personalidad política, pero dependía de la condición de propietario libre. Harrington defendía también la regulación de las herencias para evitar grandes desigualdades y la rotación en los cargos públicos como medio de renovar la virtud. Hacia final de siglo los partidarios del “Country Party”[12] utilizaron la antítesis republicana de virtud frente a corrupción en su oposición al “Court Party”. Estos publicistas volvieron a representar a Inglaterra como una república y a los propietarios libres como ciudadanos clásicos, y denunciaron la especulación financiera y el lujo -asociada a bienes fluctuantes, en oposición a la propiedad de la tierra- que comenzó a identificase con la corrupción.

Pocock resalta la importancia, en la América prerrevolucionaria, de esta tensión entre la tradición cívica, que defendía la virtud y el autogobierno, y la comercial, que concebía al individuo como un portador de derechos y a la libertad como ausencia de interferencia. El tercer momento maquiaveliano es la fundación de los Estados Unidos de América, en el que se repite la dialéctica entre virtud y corrupción, pero este momento está marcado por la dificultad de adaptar el discurso republicano militarista a una sociedad comercial moderna. Para Jefferson los granjeros-ciudadanos armados eran el bastión de la libertad republicana, mientras que Thomas Paine consideraba que el comercio amenazaba el patriotismo y John Adams afirmaba que la virtud era indispensable en una república.

El concepto de virtud que rastrea Pocock concibe la libertad como autonomía y autogobierno, y por tanto se opone a la visión liberal -o comercial- según la cual la libertad es meramente la ausencia de interferencia. Esta concepción forma parte de una tradición que arranca también del mundo clásico, y que se centra, como mencionaba al comienzo de este epígrafe, en los derechos de los ciudadanos, y no en las virtudes.

Pocock define la tensión entre estas dos tradiciones en un artículo posterior, “The Ideal of Citizenship since Classical Times” (1992), en el que rastrea el significado de la ciudadanía en Atenas durante los siglos V y IV AC y en Roma desde el siglo III AC hasta el siglo I DC. El ideal de ciudadanía ateniense se encuentra definido en la Politica de Aristóteles, donde el estagirita afirmaba que ciudadano es aquél que gobierna y es gobernado. Todos los ciudadanos eran iguales en la toma de decisiones y en la obediencia a las leyes. Pero el acceso a la ciudadanía estaba restringido a un grupo selecto de personas: los hombres de genealogía conocida, patriarcas, guerreros y propietarios. Esta formulación se basaba en una estricta separación de lo público y lo privado: la polis y el oikos, las personas y las cosas. El ciudadano debía ser propietario de un oikos para participar en las relaciones políticas, pero al mismo tiempo debía “olvidarse” del mismo desde el momento en que se iniciaban dichas relaciones.

El ideal de ciudadanía romano se debe al jurista Gayo y difiere completamente del ateniense. El ciudadano dejó de ser un ente político y se convirtió en un ente legal, que existía en un mundo de personas, acciones y cosas reguladas por la ley. El individuo sólo se convertía en ciudadano a través de la propiedad y de la práctica de la jurisprudencia; un ciudadano era libre de actuar protegido por la ley y gozaba de una serie de derechos e inmunidades.

El concepto ciudadano de Gayo fue adoptado por la política liberal y la ciudadanía se convirtió en una práctica que consistía en ejercer los derechos propios y asumir los ajenos en una comunidad legal, política, social y cultural. Pero, como muestra The Machiavellian Moment, el ideal griego persistió y reapareció en los tres momentos “maquiavelianos”. La coexistencia de ambos lenguajes en el primer “momento” ha sido resaltada por Skinner (1985; ed. inglesa, 1978), quien afirma que la independencia de las repúblicas italianas desde el siglo XII se fundó tanto en las virtudes de unos ciudadanos activos e iguales, como en la autoridad de la ciudad para proteger la vida y propiedades de sus ciudadanos, según la tradición de jurisconsultos como Bartolo de Sassoferrato. El lenguaje de la virtud y el lenguaje del derecho aparecen así yuxtapuestos. Skinner (1990) ha mostrado también las conexiones entre los pre-humanistas del siglo XII y el pensamiento de Maquiavelo, centradas fundamentalmente en la defensa de los regímenes electivos.

Otros estudios han profundizado en el conocimiento del ideal republicano de ciudadanía. Maurizio Viroli (1992), ha mostrado cómo los humanistas cívicos del siglo XV manejaban una idea de política cuyo objetivo era el logro del bien común y el cultivo de las virtudes políticas. En este sentido, heredero de Aristóteles, la política implicaba el arte de gobernar una república según las reglas de la justicia y la razón. La política estaba relacionada con la igualdad cívica (de todos los ciudadanos ante la ley) y con la aequa libertas, el igual acceso a los más altos oficios en base a la virtud. Política se refería a la constitución de la ciudad y a la vida colectiva de la misma, y el vivere politico exigía dar prioridad a los intereses comunes según prescribía la virtud cívica. Pero hacia el siglo XVII, la política se convertía en sinónimo de razón de Estado, es decir, el arte de preservar el poder de una persona o grupo y de controlar las instituciones públicas.

Por otro lado, Philip Pettit (1999; ed. inglesa, 1997) afirma que el rasgo distintivo más importante de la tradición republicana, desde la Roma clásica hasta los teóricos de las Revoluciones americana y francesa, era su concepto de libertad como no dominación. Es decir, diferente del de la tradición liberal, que la concibe como ausencia de interferencia, y del de la tradición comunitarista, que la entiende como autodominio. La libertad como no dominación consiste en la imposibilidad de interferencia arbitraria, y no, como para el liberalismo, simplemente en su ausencia. Pettit demuestra cómo para Maquiavelo el principal objetivo era evitar la interferencia, más que conseguir la participación, al igual que para los republicanos ingleses del siglo XVII y para los federalistas americanos. “Los escritores identificados con la amplia tradición intelectual republicana”, dice Pettit, “consideran que hay que definir la libertad como una situación que evita los males ligados a la interferencia, no como acceso a los instrumentos de control democrático, participativos o representativos” (p.50). El control democrático era importante únicamente por ser un medio de promover la libertad.

Skinner (1998) profundiza en esta idea, centrando su análisis en los escritores republicanos ingleses posteriores al regicidio de 1649, cuya característica fundamental es su concepción de la libertad civil, frente a los análisis que afirman que el rasgo definitorio del republicanismo es su defensa de la virtud. Para los teóricos que Skinner denomina neorromanos (Harrington, Milton, Sydney, entre otros) la libertad individual dependía directamente de la libertad del Estado, y la ausencia de libertad se asimilaba con la esclavitud. Un Estado libre era aquél sujeto al imperio de la ley, no dependiente de la voluntad de ningún hombre y sí de la del cuerpo de sus ciudadanos. A la vez, sólo era posible gozar de plena libertad civil si se era ciudadano de un Estado libre. Así, para estos autores la libertad individual no era equivalente a la virtud o al derecho de participación política, sino que ésta era una condición para la existencia de la libertad. Los escritores neorromanos defendían la figura del propietario independiente, detentador de virtudes como la integridad, el valor o la fortaleza, frente al cortesano servil, a la hora de garantizar la existencia de un Estado libre. Sin embargo, esta teoría sufrió un colapso en los albores del siglo XVIII, con la emergencia de una sociedad comercial en la que fue ganando terreno la idea según la cual la libertad individual no tenía por qué tener conexión con ninguna forma de gobierno.

En España, y por la influencia de todos estos trabajos, han surgido algunos estudios y análisis tanto de la virtud cívica republicana como de la evolución del concepto de ciudadanía. Un ejemplo del primer caso es la reciente obra de Helena Béjar (2000), en la que analiza la tradición republicana y su concepción de ciudadanía participativa. En el segundo, Javier Peña (en prensa)[13] ha escrito sobre “La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía”, dando cuenta del desarrollo del concepto normativo de ciudadanía a lo largo de la historia. Peña concluye afirmando que la extensión de los derechos políticos a todos los ciudadanos se hizo a costa de la despolitización de la sociedad civil. También destaca José María Rosales (1998), que describe la transición del paradigma político medieval al constitucionalismo liberal para realizar una vindicación del autogobierno ciudadano y la deliberación entre iguales. Todos reconocen la influencia decisiva de autores como Pocock y Skinner en la recuperación de esta tradición de pensamiento, que figura actualmente como una poderosa alternativa frente al individualismo liberal y el comunitarismo.

Estos estudios desafían el modelo marshalliano en la medida en que, o bien declaran la primacía de lo político en el concepto de ciudadanía (Pocock), o bien afirman que tanto la participación política como el derecho a una existencia digna cobran importancia sólo en tanto medios de impedir la dominación o la interferencia (Pettit; Skinner, 1998). Otros autores han seguido el modelo de Marshall en la elección de su objeto de estudio, aunque no sin una perspectiva crítica, centrándose en la historia bien de la ciudadanía política, bien de la social, como elementos diferenciados y con períodos de formación distintos. Comentaré en primer lugar algunos trabajos centrados en el estudio de la ciudadanía política desde diversos puntos de vista.



La historia de la ciudadanía política.


Las formas y significados del establecimiento de la ciudadanía política.



Pierre Rosanvallon (1992) ha escrito la obra decisiva en lo que a una historia de la ciudadanía política se refiere, tanto por lo novedoso de su interpretación, como porque reformula la historia francesa del siglo XIX al centrarse en los debates en torno a los derechos políticos. Estos debates, para Rosanvallon, constituyeron la gran cuestión del siglo XIX, ya que incluyeron todas las discusiones en torno a la democracia moderna: la relación entre los derechos civiles y los políticos, entre la legitimidad y el poder, entre la libertad y la participación, y entre la igualdad y la capacidad. Al mismo tiempo, la historia del sufragio universal se entrelaza con la de la emergencia del individuo y la igualdad, que está en el corazón del proceso de construcción de las sociedades modernas. Para realizar su análisis, Rosanvallon se distancia de la historia política tradicional, de la historia de las ideas y de la de las representaciones. Su objetivo es realizar una historia intelectual de lo político, que aúne lo filosófico y lo éventuel. En su conclusión afirma haber manejado tres tipos de historia: una jurídica e institucional, centrada en el sufragio como objetivo social y en la lucha por la integración y el reconocimiento; una epistemológica, basada en el proceso de reconocimiento de la validez del sufragio universal como procedimiento óptimo de la toma de decisiones; y una cultural: la de las prácticas electorales que termina cuando el sufragio universal penetra en las costumbres. Las tres historias están disociadas en Francia, marcadas por toda una serie de avances y retrocesos, lo que implica una primera diferencia con el esquema de Marshall. En efecto, Rosanvallon parte de la consideración de que no es posible reducir la historia del sufragio universal a una celebración de las etapas de una conquista en la que las fuerzas del progreso van triunfando sobre las de la reacción. El principal inconveniente del modelo “marshalliano”, aparte de su anglocentrismo, es, dice Rosanvallon, que sigue una cronología estrechamente institucional y no efectúa un análisis de naturaleza filosófica.

Le sacre du citoyen. Histoire du suffrage universel en France comienza situando el momento en que se produjo la transición de una concepción de la soberanía del pueblo como resistencia a la tiranía a una en que la misma pasa a definir un principio de autonomía, que considera al pueblo como un agregado de individuos que se autogobiernan. La ruptura se produjo con Locke y su fundación del poder en la defensa de los derechos subjetivos del individuo. Esto abrió el camino a la emergencia del individuo elector, y aquí es necesario marcar la diferencia de este proceso en Inglaterra y en Francia. En el primer país el proceso se produjo a través de la transformación progresiva del sistema tradicional de representación política, mientras que en el segundo, con la Revolución de 1789, el individuo soberano irrumpió en la esfera política violentamente, aunque sin eliminar la idea ilustrada que consideraba el gobierno de capacidades como la gran condición del progreso y de la libertad. Esta contradicción inicial pervivió a lo largo de todo el siglo XIX.

En 1789 un nuevo estatus social, el de miembro de la nación, sustituyó al mosaico de relaciones personales de dependencia entre los individuos y el monarca. El individuo-ciudadano sustituyó al ciudadano-propietario defendido hasta 1780 por los fisiócratas, que consideraban que sólo los propietarios territoriales tenían un verdadero interés en la nación y, por tanto, sólo ellos debían gozar del derecho al voto. El pueblo se integró en la sociedad en un proceso de universalización de la ciudadanía, y los excluidos del sufragio pasaron a ser los excluidos de la nación: los aristócratas, los extranjeros, los criminales y los marginados (y, por otros motivos, las mujeres). El derecho a la ciudadanía procedía de la idea de implicación social, que incluía la pertenencia jurídica (la nacionalidad), la inscripción material (el domicilio) y la implicación moral (el respeto a la ley). Aparte de esta limitación social, sólo se aceptaron restricciones naturales para acceder a la ciudadanía. Sólo los individuos libres y autónomos podían participar en la vida política, por lo que se excluyó a las personas consideradas dependientes: los menores, los alienados, los religiosos enclaustrados, los domésticos y las mujeres. A pesar de todo, los constituyentes siguieron considerando a la multitud como una masa amenazadora, por lo que se adoptó el sufragio en dos niveles. La ciudadanía indicaba una pertenencia social y una relación de igualdad, mientras que el derecho al voto definía un poder personal. Los dos niveles disociaban el momento de deliberación y el de autorización en el proceso electoral, y esto constituía una forma de conciliar la universalidad de la implicación política con el poder final de decisión. El sufragio era símbolo de la inclusión y la legitimación, y no un verdadero ejercicio de soberanía. Napoleón añadió un tercer nivel, extendiendo el derecho al voto en la base y limitándolo en la cúspide con restrictivas condiciones de elegibilidad y prácticas de tipo autoritario.

Los liberales del siglo XIX reaccionaron contra este sufragio “universal” indirecto e instauraron en 1817 el sufragio censitario directo. Se consideraba que sólo la elección directa establecía un verdadero gobierno representativo. Además se anteponía la “calidad” a la “cantidad”: el derecho al voto no podía derivar de la implicación o autonomía del individuo, sino de las cualidades objetivas del individuo mismo, las capacidades. Se intentaba establecer una “soberanía de la razón”. Sin embargo, la dificultad de encontrar criterios de definición de la “capacidad” implicó que de hecho se siguiera privilegiando a los propietarios o contribuyentes. El modelo de sufragio censitario se basaba en una fuerte separación de la idea de participación política y de la de igualdad civil, reduciendo la política a una simple gestión para banalizar la exclusión. Por otro lado, a partir de los años 1830 y hasta 1848, con el recrudecimiento de la cuestión social, comenzó a desarrollarse la percepción de una sociedad dividida en dos: explotadores y explotados, y la demanda del sufragio universal empezó a enmarcarse en el deseo general de unidad social e inclusión. Pero mientras que en 1789 la reivindicación de la igualdad política derivaba del principio de igualdad civil, que se consideraba esencial frente a la sociedad de privilegios del Antiguo Régimen, a partir de 1830, con la desaparición de distinciones sociales en la esfera civil, la demanda de integración pasó a situarse en las esferas política y social. Pero los términos en los que se reivindicaba la igualdad civil en 1789 y el sufragio universal durante la Monarquía de Julio eran los mismos. Los electores censitarios se asimilaban a los antiguos aristócratas, mientras que los excluidos del sufragio formaban un nuevo tercer estado y la monarquía se identificaba cada vez más irremediablemente con el privilegio. Finalmente, en 1848 se instauró el sufragio "universal" directo: todos los hombres de más de 21 años obtuvieron el voto sin restricción de capacidad o censo. El sufragio "universal" pasó a encarnar la concordia nacional, la unidad social y la fraternidad, pero no un acto de soberanía o el instrumento político de un debate plural. De hecho, se rechazaba firmemente todo aquello que implicara una división social: el pluralismo, los partidos políticos y la competencia económica.

Luis Napoleón Bonaparte mantuvo el sufragio "universal", pero con un fuerte control de la administración, que designaba a los candidatos oficiales. Sin embargo, el sufragio "universal" estaba lejos de ser aceptado, y prueba de ello son las fuertes críticas que recibió tras el desastre de Sedán por parte de conservadores y liberales que comenzaron a discutir la cuestión de la selección de las élites en una sociedad y la naturaleza de la democracia. Sin embargo, la Constitución de 1875 consolidó el voto sin restricciones, ya que era considerado un hecho ineluctable e irresistible. Los fundamentos de la democracia o de la igualdad política comenzaron a ser incuestionables, a la vez que el sufragio continuaba constituyendo un mecanismo de paz social y de estabilidad. Pero el sistema republicano de los años 1870-1880 presentaba una contradicción aparente: por un lado, el sufragio "universal" se identificaba con la república, pero por otro, la república se situaba por encima del sufragio "universal". En el primer caso, el sufragio "universal" definía un modo de legitimación antagónico al de la monarquía, pero cuando aparecía el riesgo de un retorno a la misma (como fue el caso en 1884), se situaba el principio republicano por encima de la voluntad popular. Para reducir este riesgo, se recurrió al antiguo argumento de la inmadurez del pueblo y a la importancia de la educación para formar sujetos políticos autónomos y racionales. Así, a fines del siglo XIX la mayoría de las familias políticas aceptaban el sufragio "universal", y el proceso se fue completando con la inclusión de los criados (1930), las mujeres (1944) y los indigentes (1975). Rosanvallon concluye afirmando que el proceso de universalización habrá terminado cuando se integren a los niños y a los locos, figuras “puras” de la dependencia y la incapacidad de juicio racional; cuando el ciudadano se confunda con el individuo.

Pierre Rosanvallon realiza en esta obra un brillante y detenido análisis de los significados y la simbología del sufragio universal, pero deja de lado las concepciones que existieron en torno al método electivo en sí mismo, por lo que me parece interesante completar su visión con la investigación de Bernard Manin (1998) en torno a las relaciones entre las instituciones representativas y la democracia. Los fundadores del gobierno representativo introdujeron desde los comienzos un principio no igualitario según el cual los representantes debían ser superiores a los representados. En la Francia revolucionaria se establecieron disposiciones legales (como el requisito de pagar una cierta cantidad en impuestos), mientras que en Inglaterra éstas se combinan con normas culturales (la deferencia popular hacia los poderosos) y factores prácticos (el alto coste de las campañas). Con el avance de la igualdad política en los siglos XIX y XX se fueron eliminando todos estos factores de acceso a la función de representante, pero Manin afirma que el propio método electivo tiene claros efectos no igualitarios y aristocráticos. La dinámica de la selección suele conducir a la elección de representantes percibidos como superiores debido al tratamiento desigual de los candidatos por parte de los votantes; a la distinción de los candidatos requerida por una situación electiva; a la ventaja cognoscitiva que otorga una situación de prominencia; y al coste de diseminar información. Así, destaca el hecho de que la misma noción de ciudadanía política tenga dos vertientes paralelas, una de igualdad e inclusión social: el sufragio universal; y otra de desigualdad y exclusividad encarnada por el método electivo en sí.



La extensión de la ciudadanía política.



En el ámbito académico español, M. Pérez Ledesma (1998) ha realizado una revisión del proceso de extensión de los derechos políticos en la Europa del “fin de siglo”,[14] haciendo hincapié en el importante papel de las organizaciones obreras. Durante el periodo comprendido entre 1880 y 1910, se aceleró el proceso de reconocimiento de los derechos políticos y fue emergiendo una visión más amplia de la noción de “ciudadanía”. La ampliación de los derechos políticos no tuvo que ver simplemente con una variación en los porcentajes, sino que el mismo significado del concepto de ciudadanía cambió. A principios del siglo XIX, se establecieron tres criterios de acceso a estatus de ciudadano: la utilidad, la autonomía personal y la capacidad. A lo largo del siglo se abrió camino el criterio censitario, que incluía a los propietarios con “intereses reales” en los asuntos estatales. Estos criterios prevalecieron en Francia, España, Bélgica, Holanda, Cerdeña, Italia y Suecia. En otros países en los que las estructuras políticas tradicionales no se alteraron debido a cambios revolucionarios subsistieron formas de representación estamental. Es el caso de Noruega, Finlandia, Austria, Prusia e incluso el Reino Unido, donde existía un “voto plural”.

En el “fin de siglo” se produce, según Pérez Ledesma, un “cambio extraordinario”, que pone en cuestión la interpretación evolutiva y lineal de la ampliación del derecho al voto: en países como Francia, España o Portugal, tras un largo período censitario se volvió a un sufragio casi universal masculino que había sido establecido con anterioridad. En este período algunas de las restricciones antes mencionadas perdieron legitimidad. No es el caso de los criterios de utilidad y autonomía personal, pero sí del principio censitario y del criterio estamental. Además, se comienza a valorar la ventaja de una extensión de la educación, con la confianza de que una reforma de estas características no alteraría el orden institucional o la estructura social. En este punto, Pérez Ledesma afirma la necesidad de incluir en este proceso la presión social de las organizaciones obreras y no limitarse a constatar la acción de los líderes políticos. Prueba de ello es el hecho de que a la conquista del sufragio "universal" se unió la consecución de otros derechos por los trabajadores, como la educación, la asociación y huelga, y la protección social.

Respecto a los procesos de extensión de los derechos políticos en España y su significado, destacan la voz “ciudadanía”, por Javier Fernández Sebastián (2001), incluida en el Diccionario de conceptos políticos y sociales de la España del siglo XIX, y el artículo de Pérez Ledesma (2000), “La conquista de la ciudadanía política: el continente europeo”, en el que se analiza con bastante detalle el caso de España. En el último tercio del siglo XVIII se hablaba bastante de los deberes y obligaciones de los ciudadanos en los escritos de Jovellanos y Campomanes, pero es en las Cartas de León de Arroyal dónde se hace referencia por primera vez a los derechos. Durante las Cortes de Cádiz proliferaron las invocaciones a la ciudadanía, entendida ya como la participación en la soberanía de la nación. Además, la ciudadanía se vinculaba con la patria, con la libertad civil y con la Constitución, y se restringió su disfrute dividiendo a la población en españoles, titulares de derechos civiles, y ciudadanos, que gozaban también de los políticos, según los criterios de utilidad, capacidad y autonomía personal. En el Trienio liberal el ciudadano era aquél que contribuía a los gastos del Estado y participaba en la soberanía. Pero en los años 1830 el concepto fue perdiendo su carga política para concentrarse en la administrativa, a pesar de que nunca perdió su anterior sentido para los grupos demócratas y republicanos que luchaban por el sufragio "universal".

Finalmente, la ciudadanía política volvió al primer plano con la Gloriosa y el establecimiento del sufragio universal masculino, momento en el que se constatan ya fuertes demandas de derechos sociales como el derecho al trabajo, a la asistencia o a la instrucción. En la Restauración se volvió a la anterior concepción del ciudadano como un sujeto de deberes (se pasó de un 90% a un 20% de votantes), mientras que con la crisis de fin de siglo, la sensación de “ausencia de ciudadanos” provocó un creciente interés por la pedagogía política. En 1890 se restableció el sufragio universal masculino y el proceso culminó en 1933, cuando se otorgó el derecho al voto a las mujeres. El acceso de las mismas a la categoría de ciudadanas se produjo en la mayoría de los casos ya entrado el siglo XX. Los fundamentos de esta exclusión y el proceso de integración también han sido objeto de estudio por parte de algunos historiadores.



Ciudadanía e Historia del Género.


Según Pierre Rosanvallon (1992), los revolucionarios excluyeron a las mujeres de los derechos cívicos debido a los prejuicios referidos a su naturaleza inferior, tanto física como mental, y a las percepciones de la frontera entre lo público y lo privado. En este sentido, no se consideraba que las mujeres fueran verdaderos individuos porque estaban encerradas en la esfera doméstica, en el sistema familiar, en otras palabras, en una “corporación”. Los republicanos del siglo XIX continuaron negando el voto a las mujeres alegando que estaban manipuladas por el clero y la reacción, pero el verdadero fundamento de la exclusión, para Rosanvallon, radicaba en los propios fundamentos filosóficos y políticos del derecho al voto. En Estados Unidos y Gran Bretaña, donde dominaba el utilitarismo, el voto femenino se logró más precozmente gracias a la consideración de la especificidad de la mujer. Como miembros de un grupo, se consideraba que representaban intereses particulares. Pero el universalismo francés privó a la mujer del derecho al voto en razón de esta misma particularidad, por no ser un “individuo abstracto”, por estar demasiado marcada por las determinaciones de su sexo. El feminismo francés osciló entre una aproximación universalista, limitando la diferencia sexual y circunscribiéndola a la procreación, y la utilitarista, defendiendo una sensibilidad femenina diferente que permitiría realizar reformas sociales y garantizaría la paz.

Joan Scott (1998) ha profundizado en esta cuestión en un libro de reciente aparición, La citoyenne paradoxale. Les feministes françaises et les droits de l’homme. Scott parte de la contradicción que existe en el republicanismo francés entre el universalismo de los derechos políticos individuales y el universalismo de la diferencia sexual. Por una parte, derechos naturales que trascienden todas las diferencias; por otra, diferencias naturales que no pueden ser trascendidas. De hecho, las diferencias “naturales” justificaron la exclusión de las mujeres de la ciudadanía, por lo que el individuo abstracto fue desde el principio claramente masculino. Scott presenta una nueva lectura del republicanismo desde la perspectiva de las feministas francesas, que reclamaban una realización completa de los principios democráticos, aunque de manera paradójica. El republicanismo estableció que la igualdad y la libertad eran derechos fundamentales de la persona, de un individuo abstracto, neutro, detentador de estos derechos. La reivindicación de las feministas se hacía en nombre de las mujeres, con lo que introducía la particularidad sexual en las discusiones sobre el individuo abstracto; luchaban contra la exclusión y por el universalismo apelando a la diferencia de las mujeres. Así afirmaban la igualdad entre hombres y mujeres y al mismo tiempo fundamentaban su derecho a la representación en la diferencia física o social. El discurso político feminista padeció una gran contradicción interna, ya que reproducía la diferencia sexual que intentaba erradicar. Pero estas contradicciones, dice Scott, derivaban de la propia ambigüedad del discurso democrático de la época. Por ejemplo, la noción de “individuo” hacía referencia, por un lado, al ser humano abstracto, y por otro, a la persona única, distinta. La primera definición sirvió en teoría política para justificar los derechos naturales universales inherentes a todos los hombres. La segunda, definida por filósofos como Rousseau o Diderot, afirmaba que es la variedad lo que permite distinguir a unos individuos de otros. La noción de individualidad exige aceptar la diferencia que la idea de individuo abstracto rechaza. Durante la Revolución Francesa, el individuo abstracto se refería a lo que tienen en común todos los seres humanos, un conjunto de características invariables,sin tener en cuenta la diferencia que implicaba el nacimiento, la riqueza, profesión o religión. Pero estas características invariables excluían a los que no las tenían. Los psicólogos sensualistas de fines del siglo XVIII subrayaron los fundamentos fisiológicos de los procesos cognitivos, concluyendo que los hombres blancos eran figuras ejemplares y que las mujeres y los negros no podían, debido a sus disposiciones naturales, acceder a la dignidad de “individuo”. Así, la noción de individuo abstracto, pese a constituir el fundamento de un sistema de inclusión universal, excluyó a los que concebía como “no individuos”. El individuo político era a la vez universal y masculino: la mujer era “diferente” por su función reproductora y por ser objeto del deseo masculino, era el “otro” que confirmaba la individualidad masculina. La diferencia de la mujer garantizaba el estatuto genérico del hombre y las fronteras de su individualidad.

El feminismo se rebeló contra el uso de la noción de “diferencia sexual” como justificación de la exclusión de las mujeres de los derechos individuales. Denunciaron la Revolución y las Primera, Segunda y Tercera Repúblicas como traidoras a los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Intentaron probar que ellas eran también individuos, pero no podían resolver el problema de la diferencia sexual, apelaban al mismo tiempo a la igualdad de todos los individuos y a la diferencia de las mujeres. El libro relata la acción política de cuatro feministas en cuatro momentos diferentes: Olympe de Gouges en la Revolución; Jeanne Deroin durante la II República; Hubertine Auclert durante la III República; y Madeleine Pelletier a principios del siglo XX. Scott subraya que las reivindicaciones se formularon en términos epistemológicos muy diferentes y sólo son comprensibles atendiendo al contexto histórico en que fueron emitidas.

La concesión a las mujeres del derecho al voto en 1944 no puso un punto final a los debates entre las partidarias de la igualdad y la diferencia, que continuan hoy en día. Las primeras afirman que la diferencia sexual es irrelevante en el contexto de los derechos del hombre reconocidos por los principios universales del derecho democrático liberal. Las segundas defienden que si la diferencia sexual es el producto necesario de la individuación, la negación por parte del universalismo abstracto de esta diferencia perpetúa la opresión de las mujeres al erigir la masculinidad como norma.

En el mundo académico español, se ha llevado a cabo una más que interesante iniciativa por parte de las integrantes del proyecto Las ciudadanas y lo político: hacia una democracia sin exclusión, que acaban de publicar el libro También somos ciudadanas, que ha sido coordinado por Pilar Pérez Cantó (2000). El libro redefine el concepto de ciudadanía desde la perspectiva de género y desde la antropología, la historia, la sociología y la teoría política. En lo que respecta a la historia, un primer capítulo dedicado a la antigüedad analiza la construcción de la exclusión de las mujeres de la ciudadanía en Roma y el papel que se asignó a las mater familias; a continuación se salta al siglo XVIII para investigar, a través de períodicos y documentos de las Sociedades Económicas de Amigos del País, cómo se fue reconociendo a las mujeres la igualdad racional y el derecho a la educación. Por otro lado, el estudio de la Novísima Recopilación de Carlos III, publicada en 1805, manifiesta el refuerzo que desde ella se hizo a la sociedad patriarcal, identificando a las mujeres con su cuerpo y excluyéndolas del ámbito público. Por último, durante el siglo XIX se produjo un retroceso y el análisis de los textos jurídicos manifiesta cómo se relegó a las mujeres a una ciudadanía pasiva.

La ciudadanía no sólo excluyó a las mujeres. Otros grupos sociales fueron privados de los derechos políticos dando lugar a conflictos muy diversos, y éste es el principal objeto de estudio de la historia social. Por otro lado, el modelo de ciudadanía de Marshall implica también una serie de derechos sociales, cuya emergencia y establecimiento han sido analizados principalmente desde la sociología histórica.



Historia y ciudadanía social.


La emergencia de la ciudadanía social.



La sociología histórica ha jugado un importante papel a la hora de establecer las causas de la emergencia de los derechos ciudadanos. Para Marshall, los derechos de ciudadanía emergieron como resultado de la creciente oposición existente entre capitalismo e igualdad, y, desde la misma óptica, Bendix (1964) consideró que la extensión de la ciudadanía se debió al conflicto generado por las desigualdades de clase causadas por la industrialización. Tanto Marshall como Bendix incluyeron en su análisis la presión sindical en la explicación de este proceso, pero el papel del conflicto no se enfatizaba de manera suficiente. En consecuencia, Turner (1986) elaboró una teoría del desarrollo de la ciudadanía centrada en el protagonismo de los movimientos sociales, y, en la misma línea, Ch. Tilly (1996b) estableció que la ciudadanía surgió básicamente de las luchas sociales que se produjeron con motivo de la expansión del Estado y el desarrollo de la actividad militar del mismo.[15] De acuerdo con esta teoría, a partir de 1750, el crecimiento de los ejércitos se realizó mediante un mayor reclutamiento de soldados autóctonos, lo que produjo no pocos conflictos y resistencias contra los impuestos, la conscripción y las requisiciones. De estas luchas y negociaciones emergió la ciudadanía, concebida como una serie de transacciones entre individuos y agentes de un Estado determinado.

En el caso específico de la ciudadanía social, y desde una perspectiva de macro sociología histórica comparativa, M. Mann (1997), sitúa la emergencia de este tipo de derechos en el marco de la expansión de la esfera civil del Estado moderno.[16] Desde el siglo XVIII hasta 1815 se produjo el primer desarrollo estatal en los cinco países que analiza (Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Austria y Prusia), debido principalmente al militarismo geopolítico. A partir de 1870 comenzó el segundo gran desarrollo que afectó al tamaño y a la esfera civil del Estado, que conservó su carácter militarista pero adoptó tres funciones nuevas: la extensión de las infraestructuras de comunicación; la propiedad de ciertas infraestructuras; y la integración de las funciones caritativas en programas de asistencia generales. Para Mann, las infraestructuras estatales crecieron menos en las democracias de partidos (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia), donde los recursos económicos se pusieron a disposición del capital y hubo muchas reticencias a la concesión de la ciudadanía social. En Gran Bretaña se distinguían los asuntos comerciales, que debían autorregularse, de las cuestiones sociales, en las que el Estado debía intervenir. La moral victoriana consideraba que los problemas sociales producían “corrupción”, por lo que la política comenzó a ocuparse de la salud pública y la educación, con vistas a una mejora del capitalismo y el poder nacional. Las reformas, pues, no constituían lo que Marshall denomina “ciudadanía social”, la garantía de la participación activa de los ciudadanos en la vida económica y social de la nación. Para ello se hubiera necesitado una presión mucho mayor de la clase trabajadora y una movilización masiva para la guerra, lo cual no se produjo, según Mann, hasta 1914.

En el caso de Francia y Estados Unidos la organización asistencial llegó con la movilización masiva para la guerra y las luchas armadas revolucionarias, que produjeron un gran contingente de lisiados y viudas de combatientes, para los que se habilitó el pago de una gratificación. En Francia las pensiones a veteranos y heridos suponían en 1813 el 13% del presupuesto militar. En los Estados Unidos, las gratificaciones por mutilación o muerte se pagaban desde 1780; tras la guerra civil se organizó un sistema de pensiones para la vejez que beneficiaba en 1900 a la mitad de los varones ancianos y blancos. En 1916 las pensiones militares absorbían un 43% del presupuesto federal. Los Estados Unidos tuvieron el primer Estado asistencial, pero sólo para los que le habían demostrado lealtad. Así, Francia y Estados Unidos dieron un tinte militar a la ciudadanía, que los franceses definieron en ocasiones como “l’impot du sang”. Esto constituyó una “ciudadanía social” selectiva y segmental.

El mayor gasto en asistencia de la época correspondió a Alemania, con el programa de seguridad social de Bismarck. Este consideraba que la lucha de clases había debilitado a los ejércitos franceses en 1870, por lo que estableció un sistema de seguridad social que pasó de absorber el 10% del presupuesto en sus inicios (1880) al 30% en 1910. El objetivo era ayudar a los trabajadores a protegerse a sí mismos de la indigencia y obtener el apoyo de los empresarios. Austria imitó este sistema en 1885-87, pero con una cobertura mínima. La legislación alemana preveía pagos en casos menores de enfermedad o accidente y cubría a algo más de la mitad de los trabajadores empleados. Garantizaba una modesta pensión a partir de los 70 años, siempre y cuando el trabajador hubiera trabajado durante 300 días anuales durante 48 años. El objetivo de Bismarck era controlar a los trabajadores mas cualificados y alejarlos del socialismo. Pero Bismarck no hizo sino ampliar ciertas políticas características de algunas grandes industrias, en las que los industriales eran partidarios de las pensiones de vejez e incapacidad y seguros de accidente. La escasez de fondos le obligó a adoptar el autoseguro que propugnaban los grandes empresarios. Por esto, la legislación de Bismarck no anticipó tanto el Estado asistencial como el sistema de empresas japonesas o estadounidenses de fines del siglo XX, donde los trabajadores que se benefician de los mercados de trabajo de las corporaciones interiores permanecen leales al capitalismo y rechazan el socialismo y los sindicatos. Trataba de institucionalizar el conflicto de clase, como sostiene Marshall, pero sólo neutralizando a la clase mediante organizaciones segmentales que vinculaban a los trabajadores privilegiados con sus empresarios y con el Estado. Así pues, los sistemas francés, americano y alemán, que mitigaban la pobreza, encarnaban también dos principios: el derecho, derivado de la nación, del ciudadano-soldado, y el autoseguro, fomentado tanto por las monarquías como por el capitalismo de empresa. Ninguno cubrió a todos los ciudadanos, ya que se trataba de derechos selectivos, sólo para quienes proporcionaban recursos militares o económicos decisivos para el régimen y el capital. La intención era reconducir segmentalmente la conciencia de clase hacia el nacionalismo o el seccionalismo. Justo antes de la Primera Guerra Mundial, muchos liberales británicos, demócratas estadounidenses y radicales franceses vincularon el Estado asistencial a los impuestos progresivos. El partido liberal de Lloyd George fue el único capaz de legislarlo antes de 1914, uniendo el esquema sindicalista y el de las compañías privadas de seguros en un sistema más completo regulado por el gobierno. Las ventajas aún no llegaban a todos los ciudadanos, pues estaban restringidas a hombres con empleo estable, pero el sistema progresivo de impuestos sobre la renta, que permitía mitigar sistemáticamente la pobreza de unos con la riqueza de otros, constituyó el primer reconocimiento de la ciudadanía social por parte estatal. Tres condiciones fundamentales estaban en la base de los distintos sistemas: el desarrollo de unas clases bajas extensivas y políticas, la movilización de una asistencia social masiva y el capitalismo de las corporaciones. Cuando persistían los tres, cabía la posibilidad de que aquellos derechos segmentales social-militares y seccionales de clase se transformaran en una ciudadanía social y universal.

Desde otro punto de vista, la sociología histórica interpretativa, R. Castel (1997) realiza una genealogía del concepto de la “cuestión social” en Francia, partiendo de una consideración general: las poblaciones que son objeto de intervenciones sociales “tienen en común el no poder subvenir a sus necesidades básicas porque no están en condiciones de trabajar” (p.29). Los trabajadores pasaron del trabajo tutelado al libre acceso al trabajo a fines del siglo XVIII, lo que constituyó una revolución jurídica de extrema importancia pero que tuvo como consecuencia el debilitamiento de la condición obrera. Así, la libertad de la empresa redundó en la desprotección de los sectores trabajadores, y el Estado social se construyó como respuesta a esta situación. El libro se centra, pues, en la transición de la sociedad preindutrial a la posindustrial. Mientras que en la primera “la vulnerabilidad se originaba por el exceso de coacciones”, ahora “aparece suscitada por el debilitamiento de las protecciones” (p.32). Castel expone, en una primera parte, las condiciones de esta inversión.

En cuanto al establecimento del Estado social, el autor afirma que el problema principal consistía en encontrar la forma de imponer la acción del poder público en un momento en que se excluía la intervención sobre la propiedad y la economía. El debate se desarrolló, en un primer momento, desde 1848 hasta el establecimiento de la III República, y el desafío implicaba “redefinir lo que debe ser un colectivo de productores para que constituya una sociedad, repensar la naturaleza del derecho para que pudiera regular algo más que los contratos personales, y reconsiderar el concepto de propiedad para que asegurara protecciones públicas sin contradecir los intereses privados” (p.269). Se trataba de encontrar una “tercera vía” opuesta tanto a la solución moral conservadora-liberal, como a la solución radical que pretendía la transformación del régimen político. En este proceso Durkheim tuvo una importancia capital, ya que sus teorías acerca de la “solidaridad orgánica” y la interdependencia de los individuos de una sociedad industrial contribuyó a la reformulación de la “cuestión social”. Durkheim asignaba al Estado un papel regulador de los diferentes intereses prevalecientes en una comunidad. Esta cuestión fue desarrollada por Léon Bourgeois, que se refirió a las deudas contraidas por cada miembro de una comunidad en relación con los otros miembros, y, por tanto, defendió la redistribución negando que constituyera un atentado contra la libertad del individuo.

Un segundo momento clave en la historia del establecimiento del Estado social es el periodo que se extiende desde las últimas décadas del siglo XIX –cuando el Estado republicano promovió el derecho al socorro y unas primeras medidas de seguro social- hasta su consolidación a mediados del siglo XX. Destaca en este lapso de tiempo la persistencia de la objeción liberal: “el Estado social (…) se abrió camino eludiendo fuerzas hostiles o negociando con ellas” (p.285). A principios de siglo se desarrolló el debate entre la tradicional asistencia y el seguro, que implicaba el reconocimiento de que la miseria se debía en parte a la problemática del trabajo. Estaba en juego una nueva concepción de las funciones del Estado, del derecho y de la propiedad. En un primer momento el seguro no promovía una seguridad general, y Castel describe la transición hacia una cobertura aseguradora universal. En este proceso destacan las nuevas relaciones que se establecieron a principios del siglo XX entre el trabajo, la seguridad y la propiedad. “Seguridad y trabajo quedarán sustancialmente ligados, porque, en una sociedad que se reorganizaba en torno al salariado, era el estatuto asignado al trabajo el que generaba el homólogo moderno de las protecciones tradicionalmente aseguradas por la propiedad” (p.302). Para Castel, éste constituyó el final de un largo recorrido del que somos actualmente herederos.



Ciudadanía e historia social



El volumen de la International Review of Social History coordinado por Ch. Tilly, titulado “Citizenship, Identity and Social History” (1996), constituye un importante esfuerzo por reexaminar los conceptos de ciudadanía e identidad desde el punto de vista de la historia social. Todos sus autores conciben la ciudadanía como una relación social susceptible de continuas reinterpretaciones. Comentaré los tres trabajos que me parecen de mayor interés para este artículo. Marc W. Steinberg, en “The great End of All Government…”: Working People’s Construction of Citizenship Claims in Early Nineteenth Century England and the Matter of Class” se centra en el análisis del concepto de ciudadanía que se formó a partir de los conflictos del primer siglo XIX, lo cual le permite revisar la creencia de Marshall según la cual la ciudadanía constituyó un medio de mitigar las diferencias sociales, y las teorías revisionistas de Patrick Joyce, James Vernon, Linda Colley y Margaret Somers que han disminuido el papel de los conflictos de clase en la formación de la conciencia de los trabajadores del siglo XIX.

Steinberg defiende el papel de la lucha de clase en el desarrollo de la ciudadanía. Para él, el desarrollo irregular de los derechos ciudadanos en el siglo XIX se debió en gran parte al conflicto de clase patente en las luchas en torno a la política estatal, la industria y el trabajo. Además, la lucha de clase se entrelazó con una concepción de género de la propiedad y la independencia, lo que dio lugar a una comprensión masculina de la ciudadanía. Por último, la emergencia de una ideología burguesa de derechos articulada con la economía política precipitó una reacción de clase de los trabajadores, que en sus peticiones al parlamento se “apropiaron” de este lenguaje, combinándolo con elementos del nacionalismo emergente y del Constitucionalismo popular. El resultado, dice Steinberg, es que los trabajadores formularon sus demandas mediante un lenguaje de derechos y obligaciones que los relacionaba con el Estado, anticipando de alguna manera el movimiento Cartista.

Por otro lado, B. Ebbinghaus, en su artículo “The Siamese Twins: Citizenship Rights, Cleavage Formation, and Party-Union Relations in Western Europe”, se centra en las relaciones de los sindicatos y los partidos “laboristas” europeos durante el siglo XX, con el objetivo de revisar el proceso marshalliano de la transición de la ciudadanía política a la social. Para ello, distingue cinco modelos sindicales: el sindicalismo laborista, el solidario, el plural-segmental, el plural-polarizado y el unitario inclusivo, y enfatiza la relación entre la aparición de ciertas instituciones políticas, como el sufragio masculino, y las fracturas sociales existentes en un país determinado, integrando tanto las divisiones económicas como las religiosas o de otro tipo.

Por último, M. Cohen y M. Hanagan, en “Politics, Industrialization and Citizenship: Unemployment Policy in England, France and the United States, 1890-1959”, comparan las distintas trayectorias de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos en el camino hacia el Estado de Bienestar. Parten de la relación entre los derechos ciudadanos y el mercado y la organización de la producción y de la crítica del análisis de Marshall, según el cual los derechos sociales surgieron debido a un consenso moral. Para ellos, este tipo de derechos emergió más bien de la división política, las movilizaciones sociales y la ruptura de los acuerdos políticos. Los autores consideran que estudiando el mercado laboral y las luchas contra el desempleo se pueden aprehender los diferentes modelos de ciudadanía social que se desarrollaron en Inglaterra, Francia y Estados Unidos y la originalidad de este trabajo radica en la importancia que se atribuye a las tendencias migratorias en los diferentes países, que influyeron en los contingentes de mano de obra y, por tanto, en las estrategias de patronos y trabajadores referentes al desempleo. En el artículo también se investigan las conexiones entre los derechos políticos y los sociales, y se afirma que los primeros, en tanto que recursos que facilitan la movilización social, fueron centrales en las luchas por los programas de desempleo. Sin embargo, los derechos políticos en sí mismos no explican el desarrollo de los derechos sociales, y es necesario, además, tener en cuenta los medios organizativos y las oportunidades políticas a la hora de buscar explicaciones del establecimiento de dichos programas.



Conclusión: ciudadanía e historiografía española


Como ha subrayado Pérez Ledesma (1998), el estudio de la ciudadanía y los derechos ciudadanos ha despertado escaso interés en la historiografía española. Quizás, apunta este autor, debido a que el establecimiento del sufragio universal en 1890 “no trajo consigo consecuencias significativas en la vida política del país; antes al contrario, colaboró al mantenimiento de las formas de organización y las prácticas políticas asentadas desde la restauración”, como el caciquismo. (p.37) Sin embargo, hay algunas excepciones a esta regla, como los trabajos que ya he comentado, y el libro coordinado por el propio Pérez Ledesma (2000), Ciudadanía y democracia, en el que se aborda el tema desde el punto de vista de la historia, la sociología, el derecho y la filosofía. Desde el primer punto de vista, el que me interesa aquí, Pablo Sánchez León realiza una comparación entre las experiencias de la ciudadanía en la democracia ateniense y en la moderna democracia parlamentaria, mientras que Carmen de la Guardia analiza el contexto y las características de la extensión de la ciudadanía política en los Estados Unidos y Manuel Pérez Ledesma hace lo propio con el continente europeo, dedicando bastante atención al caso español. Por último, José Babiano investiga los criterios de exclusión de la ciudadanía a través de un estudio de los trabajadores emigrantes en Europa Noroccidental durante el pasado siglo XX.

En el ámbito académico español se comienzan a realizar algunos esfuerzos por reformular la historia contemporánea española en términos de una historia de la ciudadanía. Pilar Salomón Chéliz (en prensa) ha mostrado cómo la movilización política de las mujeres católicas durante los años 1930 en Aragón sirvió, paradójicamente, para impulsar la ciudadanía femenina, ya que utilizaba un discurso que identificaba la defensa del catolicismo con la defensa de la patria.

El esfuerzo más innovador en este sentido procede de Pablo Sánchez León (original no publicado), quien en un libro de próxima aparición constata que el siglo XIX nunca ha sido aprehendido en términos de la irrupción y extensión de la ciudadanía. “A los decimonónicos se les viene estudiando a través de clasificaciones sociales definidas desde fuera – la “burguesía”, … – o de afinidades políticas partidistas más o menos declaradas – moderados, exaltados… - y bastante menos como intérpretes, valedores o renegados de la ciudadanía” (p.5). A la vez, Sánchez León afirma que “desde la ciudadanía hay otra historia que contar del siglo XIX: en ella se devuelve el protagonismo al sujeto frente a las estructuras, a la comunidad política frente a la jerarquía social, a las identidades colectivas frente a las normas instituidas y las preferencias subjetivas, a las representaciones culturales frente a las transformaciones materiales, y en fin, a la primera mitad del siglo frente a la segunda” (p.8).

Este autor subraya que el criterio de inclusión en la ciudadanía establecido por el liberalismo histórico, la propiedad, generó un contingente de excluidos que iniciaron una lucha por la representación y el poder. El grupo más importante fue el de las clases medias, por sus posibilidades de movilizarse, y el objetivo de la investigación es comprender los procesos de identificación de este sector con el orden liberal. Para ello se centra en la doble dimensión del concepto de ciudadanía, civil y cívica, que implicaba no pocas contradicciones en la movilización de estos grupos, ya que la lucha por la participación política no era fácilmente compatible con la reivindicación de intereses sectoriales.

A través de las obras comentadas, resulta evidente que la ciudadanía, pues, como concepto y perspectiva, se muestra igualmente válida para enriquecer y revisar la historia contemporánea, ya que está en el centro del proceso de modernización y democratización, como para contribuir al debate general sobre los problemas y límites de la ciudadanía actual. Javier Peña concluye su artículo lamentando que la ciudadanía actual se ha materializado en una versión “mínima e insatisfactoria”, pero, apunta, “la historia de la idea de la ciudadanía nos muestra anticipadamente la posibilidad de una ciudadanía que sea a la vez no excluyente y real” (p.15). Por otra parte, la falta de consenso en torno a la definición de la ciudadanía que mencionaba al comienzo del artículo ha motivado en parte la proliferación de los enfoques históricos en busca de procesos, prácticas y fundamentos filosóficos de una noción que tiene una clara dimensión histórica, ya que se fue formando y transformando con el paso del tiempo y de diferentes maneras dependiendo de las zonas geográficas.



REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS




Bailyn, B. (1967): The Ideological Origins of the American Revolution. Cambridge, Belknap Press.

_________ (1970): The Origins of American Politics. Cambridge, Belknap Press.

_________ (1974): The Ordeal of Thomas Hutchinson Cambridge, Belknap Press.

Barbalet, J. (1988): Citizenship. Milton Keynes, Open University Press.

Baron, H. (1955): The Crisis of the Early Italian Renaissance. Civic Humanism and Republican Liberty in an age of Classicism and Tyranny. Princeton, Princeton University Press.

________ (1998): In Search of Florentine Civic Humanism. Princeton, Princeton University Press.

Béjar, H. (2000): El corazón de la república. Barcelona, Paidós.

Bendix, R. (1964): Nation -Building and Citizenship. New York, John Wiley and Sons.

Benhabib, S. (ed.) (1996): Democracy and Difference. Contesting the Boundaries of the Political. Princeton, Princeton University Press.

Bottomore, T. (1993): "Citizenship". En Outhwaite, W. y Bottomore, T.: The Blackwell Dictionary of Twentieth-Century Social Thought. Oxford, Basil Blackwell, p.75.

Brubaker, R. (1992): Citizenship and Nationhood in France and Germany. Cambridge, MA, Harvard University Press.

Bussemaker, J. (ed.) (1997): Citizenship and Welfare Reform in Europe. London, Routledge.

Castel, R. (1997): Las metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires, Paidós.

Cohen, M. y Hanagan, M. (1996): "Politics, Industrialization and Citizenship: Unemployment Policy in England, France and the United States, 1890-1959". En Tilly, Ch. (ed.): Citizenship, Identity and Social History, International Review of Social History. Supplement 3, pp. 91-131.

Cortina, A. (1997): Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Madrid, Alianza.

Culpitt, I. (1992): Welfare and Citizenship: Beyond the Crisis of the Welfare State?. Thousand Oaks, California, Sage.

Dahrendorf, R. (1974): Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial. Madrid, Rialp.

De Francisco, A. (1999): "Republicanismo y modernidad". Claves de razón práctica, 95 (septiembre), pp. 42-48.

De Lucas, J. (1994): El desafío de las fronteras. Madrid, Temas de Hoy.

De Lucas, J. (1992): Europa, ¿vivir con la diferencia?. Madrid, Tecnos.

Dietz, M. (1985): "Citizenship with a Feminist Face". Political Theory, 13(1), pp.19-37.

Domènech, A. (1989): De la ética a la política. (De la razón erótica a la razón inerte). Barcelona, Crítica.

Dunne, M. y Bonazzi, T. (1995): Citizenship and Rights in Multicultural Societies. Keele, Keele University Press.

Ebbinghaus, B. (1996): "The Siamese Twins: Citizenship Rights, Cleavage Formation, and Party-Union Relations in Western Europe". En Tilly, Ch. (ed.): Citizenship, Identity and Social History, International Review of Social History. Supplement 3, pp. 51-91.

Fernández Sebastián, J. (en prensa): "Ciudadanía". En Fernández Sebastián, J. y Fuentes, J.F. (dir.): Diccionario de conceptos políticos y sociales de la España del siglo XIX. Madrid, Alianza.

Flora, P. y Alber, J. (1981): "Modernization, Democratization, and the Development of Welfare States in Western Europe". En Flora, P. y Heidenheimer, A.J. (eds.): Welfare States in Europe and America. New Brunswick, Transaction Books, pp. 64-80.

Etzioni, A., (comp.) (1995): Rights and the Common Good. (The Communitarian Perspective). New York, St. Martin's Press.

Etzioni, A. (1993): The Spirit of Community. (Rights, Responsibilities and the Communitarian Agenda). New York, Crown Pub.

García, S. y Lukes, S. (1999): Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid, Siglo XXI.

Giddens, A. (1982): Profiles and Critiques in Social Theory. London, Macmillan.

Giddens, A. (1987): The Nation-State and Violence. Berkeley, University of California Press.

Giner, S. (1998): "Las razones del republicanismo". Claves de razón práctica, 81 (abril), pp.2-13.

Gronbjerg, K. (1977): Mass Society and the Extension of Welfare: 1960-1970. Chicago, University of Chicago Press.

Heater, D.B. (1990): Citizenship: the Civic Ideal in World History, Politics and Education. New York, Longman.

Holmes, L. y Murray, F. (ed.) (1999): Citizenship and Identity in Europe. Aldershot-Bookfield, Ashgate.

Huntington, S.P. (1994): La tercera ola. La democratización a finales del siglo XX. Barcelona, Paidós.

Janoski, T. (1998): Citizenship and Civil Society. New York, Cambridge University Press.

Kalberg, S. (1993): "Cultural Foundations of Modern Citizenship". En Turner, B.: Citizenship and Social Theory. Newbury Park, California, Sage, pp. 91-114.

Korpi, W. (1989): "Power, Politics, and State Autonomy in the Development of Social Citizenship". American Sociological Review, 54, pp.309-328.

Kymlicka, W. y Norman, W. (1994): "Return of the Citizen: A Survey on Recent Work on Citizenship Theory". Ethics, 104, pp. 257-289. (Traducción española en la revista La Política, nº3, octubre 1997).

Kymlicka, W. y Norman, W. (2000): Citizenship in Diverse Societies. New York, Oxford University Press.

Kymlicka, W. (1996): Ciudadanía multicultural. Barcelona, Paidós.

Lehning, P. y Weale, A. (1997): Citizenship, Democracy and Justice in the New Europe. London/ New York, Routledge.

Lenski, G. (1966): Power and Privilege. New York, MacGraw-Hill.

Lipset, S.M. (1964): "Introduction". En Marshall, T.H.: Class, Citizenship and Social Development. Chicago, University of Chicago Press, pp. v-xxii.

Lister, R. (1990): "Women, Economic Dependency and Citizenship". Journal of Social Policy, 19, pp. 445-467.

MacIntyre, A. (1987): Tras la virtud. Barcelona, Crítica.

Manin, B. (1998): Los principios del gobierno representativo. Madrid, Alianza.

Mann, M. (1987): "Ruling Class Strategies and Citizenship". Sociology, 21, pp. 339-354.

Mann, M. (1997): Las fuentes del poder social, II. Madrid, Alianza.

Marshall, T.H. (1997): "Ciudadanía y clase social". Revista de investigaciones sociológicas, 79, pp.297-344.

Marshall, T.H. y Bottomore, T. (1998): Ciudadanía y clase social. Madrid, Alianza.

Martín Díaz, E. y de la Obra, S. (1998): Repensando la ciudadanía. Sevilla, Fundación El Monte.

Meehan, E. (1993): Citizenship and the European Community. London, Sage.

Oldfield, A. (1990): Citizenship and Community: Civic Republicanism and the Modern World. London, Routledge.

Orloff, A. (1988): "The Political Origins of America's Belated Welfare State". En Weir, M. et al. (eds.): The Politics of Social Policy in the United States. Princeton, Princeton University Press, pp.37-80.

Palencia, I. (2000): La ciudadanía europea. Madrid, Instituto Universitario Ortega y Gasseet.

Parsons, T. (1971): The System of Modern Societies. Englewood Cliffs, New Jersey, Prentice Hall.

Peña, J. (2000): La ciudadanía hoy: problemas y propuestas. Valladolid, Universidad de Valladolid, Secretariado de publicaciones e intercambio editorial.

Peña, J. (2001): "La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía". Ponencia del Simposio "Historia y naturaleza de la ciudadanía hoy", Fundación Juan March, 2-4 abril.

Pérez Cantó, P. (ed.) (2000): También somos ciudadanas. Madrid, Instituto Universitario de Estudios de la Mujer-UAM.

Pérez Ledesma, M., (comp.) (2000): Ciudadanía y democracia. Madrid, Ed. Pablo Iglesias.

Pérez Ledesma, M. (2000): "La conquista de la ciudadanía política: el continente europeo". En Ciudadanía y democracia, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, pp. 115-147.

Pérez Ledesma, M. (1998): "Ciudadanía política y ciudadanía social. Los cambios del "Fin de Siglo". Studia Historica, Historia Contemporánea, 16, pp. 35-65.

Pettit, P. (1999): Republicanismo. Barcelona, Paidós.

Pocock, J.G.A. (1992): "The Ideal of Citizenship since Classical Times". Queens Quarterly, 99 (1), pp.33-55.

Pocock, J.G.A. (1977): "Introduction". En The Political Works of James Harrington. Cambridge, Cambridge University Press.

Pocock, J.G.A. (1975), The Machiavellian Moment (Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition). Princeton, Princeton University Press.

Putnam, R.D. (1993): Making Democracy Work. (Civic Traditions in Modern Italy). Princeton, Princeton University Press.

Rokkan, S. (1970): Citizens, Elections, Parties. New York, David McKay.

Romanelli, R. (1998): "Sistemas electorales y estructuras sociales. El siglo XIX europeo". En Forner, S. (coord.): Democracia, elecciones y modernización en Europa. Siglos XIX y XX. Madrid, Cátedra, pp. 23-46.

Rosanvallon, P. (1992): Le sacre du citoyen. Histoire du suffrage universel en France. Paris, Gallimard.

Rosales, J.M. (1998): Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Rosas, A. y Antola, E. (1995): A Citizen's Europe. London, Sage.

Salomón Chéliz, M.P. (en prensa): "La movilización política de las mujeres católicas en Aragón durante la II República". Actas del III Congreso Historia Local de Aragón, (Daroca, 2001).

Sánchez León, P. (original no publicado): "Introducción". En La identidad de los primeros ciudadanos. Las clases medias y el orden liberal.

Sandel, M. (1996): Democracy's Discontent. (America in Search of a Public Philosophy). Cambridge, MA, Cambridge University Press.

Sandel, M. (1982): Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge, MA, Cambridge University Press.

Sartori, G. (2001): La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus.

Schnapper, D. (1991): La France de l'integration. Paris, Gallimard.

Scott, J.W. (1998): La citoyenne paradoxale. Les feministes françaises et les droits de l'homme. Paris, Albin Michel.

Singer, B. (1993): Operative Rights. Albany, State University of New York Press.

Skinner, Q (1985): Los fundamentos del pensamiento político moderno. México, FCE.

_________ (1990): "Machiavelli's Discorsi and the Pre-Humanist Origins of Republican Ideas". En Bock, G., Skinner, Q. y Viroli, M. (ed.): Machiavelli and Republicanism. Cambridge, Cambridge University Press, pp.121-143.

_________ (1998): Liberty before Liberalism, Cambridge, Cambridge University Press.

Somers, M.R. (1993): "Citizenship and the Place of the Public Sphere: Law, Community, and Political Culture in the Transition to Democracy". American Sociological Review, 58 (5), pp. 587-621.

Soysal, S. (1994): Limits of Citizenship. Migrants and Postnational Membership in Europe. Chicaco, University of Chicaco Press.

Steinberg, M.W. (1996): "The great End of All Government...": Working People Construction of Citizenship Claims in Early Nineteenth-Century England and the Matter of Class". En Tilly, Ch. (ed.): Citizenship, Identity and Social History, International Review of Social History. Supplement 3, pp.19-51.

Sullivan, W.M. (1982): Reconstructing Public Philosophy. Berkeley, University of California Press.

Taylor, Ch. (1993): El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". México, FCE.

Thiebaut, C. (1998): Vindicación del ciudadano. (Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja). Barcelona, Paidós.

Tilly, Ch. (1996a): "Citizenship, Identity and Social History". En Tilly, Ch. (ed.): Citizenship, Identity and Social History, International Review of Social History. Supplement 3, pp. 1-19.

Tilly, Ch. (1996b): "The Emergency of Citizenship in France and Elsewhere". En Tilly, Ch. (ed.): Citizenship, Identity and Social History, International Review of Social History. Supplement 3, pp. 223-235.

Turner, B. (1986): Citizenship and Capitalism. London, Allen&Unwin.

Turner, B. (1990): "Outline of a Theory of Citizenship". Sociology, 24, pp. 189-217.

Turner, B.,(Ed.) (1993): Citizenship and Social Theory. London, Sage.

Van Gunsteren, H. (1978): "Notes towards a Theory of Citizenship". En Dallmayr, F.: From Contract to Community, New York, Marcel Decker.

Vandenberg, A. (2000): Citizenship and Democracy in a Global Era. Houndmills, Macmillan.

Viroli, M. (1992): From Politics to Reason of State. Cambridge, Cambridge University Press.

________ (1997): Por amor a la patria. Madrid, Acento.

Vogel, U. (1991): "Is Citizenship Gender-Specific?". En Vogel, U. y Moran, M.: The Frontiers of Citizenship. New York, St. Martin's Press, pp. 58-85.

Warren, M. (1992): "Democratic Theory and Self-Transformation". American Political Science Review, 86 (1), pp.8-23.

Withol de Wenden, C. (1999): La ciudadanía europea. Barcelona, Bellaterra.

Young, I.M. (1989): "Polity and Group Difference: A Critique of the Ideal of Universal Citizen". Ethics, 99 (2), pp. 250-275.





--------------------------------------------------------------------------------

[1] Ejemplos de los investigadores de la “primera ola” son Rokkan (1970); Dahrendorf, R.(1974); Bendix (1964); Lipset (1964), Lenski (1966); Parsons (1971) y Gronbjerg (1977). En 1978, sin embargo, Van Gunsteren afirmaba que el concepto de ciudadanía se había “pasado de moda”. A fines de los años 1980 la ciudadanía recuperó importancia con los trabajos de Korpi (1989); Giddens (1987); Barbalet (1988); Mann (1987); Brubaker (1992); Culpitt (1992); Kalberg (1993); Somers (1993); Bottomore (1993); Soysal (1994); Turner (1990 y 1993), entre otros. En 1990 D. Heater hablaba de la ciudadanía como de una “palabra mágica” (buzzword) y en 1994 W. Kymlicka y W. Norman publicaban un artículo titulado “Return of the Citizen: A Survey of Recent Work on Citizenship Theory”. En España hay que destacar a Thiebaut (1998); Cortina (1997); Peña (2000) y Pérez Ledesma (comp.) (2000). También el número 3 de la revista La Política, octubre 1997, dedicado a la ciudadanía, y el número monográfico de la Revista Anthropos, "Ciudadanía y multiculturalidad", nº191, 2001.

[2] Fundamentalmente, se trata de los especialistas en la “tradición republicana”: J.G.A. Pocock (1975); Skinner (1985); Viroli (1992 y 1997); H. Baron (1955 y 1998); Pettit (1999); Oldfield (1990). En el ámbito español, A. Domènech (1989); H. Béjar (2000); S. Giner (1998) y A. de Francisco (1999). Desde otra perspectiva, los teóricos del comunitarismo: Etzioni (1993 y 1995); MacIntyre (1981 esp, 1987); Putnam (1993); Sandel (1982 y 1996); Sullivan (1982) y los de la “democracia expansiva”: Singer (1993) y Warren (1992).

[3] Dunne, M. y Bonazzi, T. (1995); Kymlicka (1996); Kymlicka, W. y Norman, W. (2000); Sartori (2001); Taylor (1993); Benhabib (1996); Schnapper (1991). En el ámbito español, de Lucas (1992 y 1994) y Martín Díaz y de la Obra (1998).

[4] García y Lukes (1999); Bussemaker (1999).

[5] Holmes y Murray (1999); Meehan (1993); Rosas y Antola (1995); Withol de Wenden (1999); Palencia (2000); Vandenberg (2000) y Lehning y Weale (1997).

[6] Dietz (1985); Lister (1990); Young (1989); Vogel (1991).

[7] Tilly (1996).

[8] Peña (2000).

[9] Este texto ha sido reeditado en diversas ocasiones. Cito la traducción publicada en la Revista de investigaciones sociológicas en 1997, que incluye una introducción de F.J. Noya Miranda. Recientemente se ha editado en forma de libro junto con un análisis de T. Bottomore: Mashall y Bottomore (1998).

[10] Los teóricos comunitaristas más relevantes son Etzioni (1993 y 1995); MacIntyre (1981 esp, 1987); Putnam (1993); Sandel (1982 y 1996); Sullivan (1995).

[11] Ver también Pocock (1977).

[12] Grupo político que defendía los intereses de todo el país frente a la corte u otro interés particular.

[13] Agradezco a Juan Carlos Velasco haberme proporcionado este texto.

[14] Un análisis clásico de este proceso de extensión de los derechos políticos es el realizado por Rokkan (1970). Más recientemente, Huntington (1994). Una revisión de Rokkan, en Romanelli (1998).

[15] El papel del conflicto también ha sido subrayado por Barbalet (1988) y Giddens (1982).

[16] Otros análisis sobre el establecimiento del Estado de Bienestar, Flora y Alber (1981) y Orloff (1988).

Entradas populares de este blog

EL UNIVERSO GRIEGO Y EL ADVENIMIENTO DE LA POLITICA

LA POLITICA EN ROMA.