LA IGLESIA Y LA REVOLUCION FRANCESA.

Mirando la televisión francesa (se ve bien en Milán), voy a parar al mismo debate de siempre sobre los «derechos humanos».Participa también un sacerdote, un teólogo. En realidad,escuchándolo, parece uno de esos intelectuales transalpinos más preocupados por su imagen de personas inteligentes y al día, que solidarios(o por lo menos coherentes) con su Iglesia. Uno de esos que corren el riesgo de hacer de la «ciencia de Dios» —la que Tomás de Aquino practicaba metiendo, para inspirarse, su gran cabeza en un tabernáculo—una ideología a plasmar según los gustos de la época, como si tuviesen ante todo un fin: obtener la aprobación («¡Bravo! ¡Bien!») de aquel Constantino de hoy que es el tirano mediático, sin la cual le niegan a uno el sitio en lasmesas redondas.El guión es el de siempre: el clérigo exhibiéndose en excusas contritas por una Iglesia tan grosera y miope que no celebró desde el primer momento y sin reservas los «inmortales principios» proclamados por laRevolución francesa en 1789 y luego confirmados en la «Declaración universal» aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Igual que un Pedrito arrepentido, el reverendo jura que esto no sucederá más: ahora los católicosse han hecho «adultos» y han comprendido cuán equivocados estaban ellosy cuánta razón tenían los demás. «Los demócratas» pueden estar tranquilos:a su lado tendrán curas como éste, conscientes de que el Evangelio no es más que «la primera, la más solemne declaración de derechos humanos».Dice exactamente eso.He vivido un tiempo suficiente para no dejarme impresionardemasiado. Tenía yo la edad de la razón, ya desde hacía mucho tiempo,cuando el marxismo parecía triunfador y se creía que el nacimiento delhombre nuevo y de la historia nueva había que fijarlos deferentemente en1917, en San Petersburgo. En aquellos tiempos no se organizaban mesas redondas sobre la «libertad» burguesa nacida de la Revolución francesa (o, si se prefiere, de la americana), sino sobre la «justicia» proletaria. Recuerdomuy bien a teólogos como el de esta noche —y los intelectuales junto aél— ironizando sobre los «derechos puramente formales», la «libertadilusoria», aquel «vender humos en beneficio de la clase burguesa» que fue,en palabras de Marx, la Declaración de 1789. ¡Cuántos católicos«modernos» teorizaban, ante la complacencia de los medios de comunicación, que la Iglesia traicionaría la humanidad y la cita decisiva con la historia si no se transformaba en una especie de «Sección católica de la Internacional comunista»! ¡Cada parroquia, cada diócesis tenía queconvertirse en un soviet!Pero el viento cambia, y los intelectuales con él, incluso loseclesiásticos. He aquí entonces los mismos nombres, las mismas caras, con los mismos tonos perentorios, reclamando una reorganización de la Iglesia como «Sección católica de la Internacional liberalmasónica». En efecto(documentos en la mano), antes de ser proclamada por la Asamblea Nacional francesa, la «Declaración de los derechos del hombre» fue elaborada en las logias y en las «sociedades del pensar», donde —entre delantales,paletas y triángulos— se reunía la burguesía europea «ilustrada».Mientras que hasta hace muy poco se consideraba la Biblia entera como el manifiesto de la justicia social y el «manual del proletario» (hasta hubo estudiosos especializados en «nuevas lecturas del Evangelio desde elenfoque del materialismo dialéctico»), ahora esa misma Biblia no sería otra cosa que el manual del liberal, el motivo de inspiración para los que creen en la sociedad democrática de tipo norteuropeo.El modelo al que la Iglesia debería adecuarse ya no es el soviet, sino el Parlamento elegido por sufragio universal. Antes, según la opinión de algunos eclesiásticos, toda la obra de Marx-Engels tenía que ser la base deuna nueva religión universal al servicio de la justicia. Ahora —en opinión de sus seguidores— la nueva religión capaz de unir a los hombres es únicamente la de los derechos humanos, del lema liberté, égalité, fraternité.Por lo tanto, profetas del Verbo ya no son los bolcheviques, sino esos jacobinos y girondinos hacia quienes el marxismo dirigió, durante más de un siglo, duras injurias, tratándolos como a las moscas en el carro de laburguesía.Ventajas de la edad: como ya he conocido las intransigencias«proletarias», no me dejo conmover por los actuales entusiasmos«liberales». Los oí cuando arremetían contra los iniciadores —franceses oamericanos— de la «democracia formal» del 1700. ¿Cómo podríaimpresionarme su enamoramiento actual por los réprobos de ayer, surenegar de 1917 para «volver a descubrir» el 1789?No soy (desgraciadamente) cartujo, pero aquí, en mi despacho, tengoel emblema de aquella orden gloriosa, que en mil años nunca quiso revisarsus reglas (Cartusa numquam reformata, quia numquam deformata, por decirlo a su manera, humildemente orgullosa: la Cartuja nunca reformada,ya que nunca fue deformada). Debajo del emblema, el famoso lema: Statcrux, dum volvitur orbis, la cruz permanece firme, mientras el mundo davueltas. No todos, ciertamente, están llamados a esta apacible imperturba-bilidad, vocación de una élite que ha recibido «la buena parte, que no leserá quitada» (Lc. 10, 42). Pero incumbe sobre todos los cristianos el deberde ser conscientes de que «el mundo da vueltas»; que la indulgente ironíade quienes saben que los tiempos cambian mientras el Evangeliopermanece igual debe combinarse —en difícil síntesis— con la atenciónpor la actualidad.Y como hoy forman parte de la actualidad aquellos «derechos delhombre» que los masones del siglo XVIII y los funcionarios de la ONU delsiglo XX quisieron proclamar, habrá que interrogarse sobre el tema. ¿Porqué la Iglesia desconfió de ellos durante tanto tiempo? ¿Por qué la primeraencíclica que parece aceptarlos —la Pacem in terris de 1963— se preocupade advertir: «En algún punto estos derechos han provocado objeciones yhan sido objeto de reservas justificadas»?Intentaremos esbozar una respuesta en los párrafos que siguen.19. Derechos del hombre/2Vamos a tratar entonces de esclarecer el tema, tan inflado desde hacealgún tiempo, de los «derechos del hombre», tal como se entienden en laDeclaración de 1789 y en la de las Naciones Unidas de 1948.En su significado actual, la palabra «derecho», que no existe en ellatín clásico (el jus es otra cosa), es bastante reciente. Algunos afirman quesu origen no se remonta más allá de los siglos XVI-XVII.La perspectiva anterior, basada en una visión religiosa, preferíahablar de «deberes». En efecto, toda la tradición judeo-cristiana también sebasa en una «Declaración», pero que concierne a «los deberes delhombre»: es el Decálogo, la ley que Dios entregó a Moisés.El mismo Jesús no habla de «derechos»: al contrario, protagonistapositivo de sus parábolas es el servidor, que obedece fielmente a su amo sindiscusiones. Y uno de sus mayores elogios lo recibe el centurión deCafarnaum, que expone una visión de la vida y del mundo basadatotalmente en la obediencia —por lo tanto, en los «deberes»— y no en lasreivindicaciones —los «derechos»—: «Porque también yo, que soy unsubordinado, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Ve", y él va; aaquél: "Ven", y viene; y a mi criado: "Haz esto", y lo hace.» «Jesús seadmiró al oírlo...» (Mt. 8, 9-10).Inútil recordar las palabras de Pablo a los Romanos: «Todos han desometerse a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté  bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el queresiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten sehacen reos de juicio» (Rom. 13, 1-2). Según Pablo, de manera coherentecon toda la estructura bíblica, la mujer tiene obligaciones con el hombre, elesclavo con su amo, el creyente con los responsables de la Iglesia, losjóvenes con los ancianos; y todos las tienen el uno con el otro y con Dios.«Yo, por mi parte, no me he aprovechado de nada de eso; ni escriboesto para que se haga así conmigo; porque mejor me fuera morir antes quenadie me prive de esta mi gloria.» Esto dice el apóstol en la Primera Carta alos Corintios (1 Cor. 9, 15): por lo tanto, si alguien puede legítimamentereconocerse a sí mismo algún «derecho», renunciar a éste será una«gloria». En 1910, volviendo a afirmar la doctrina católica, san Pío Xescribía en una carta a los obispos de Francia: «Predicadles ardidamentesus obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión socialestará más cerca de su solución cuando los unos y los otros, menosexigentes en sus derechos respectivos, cumplan sus deberes con mayorprecisión.»En esta misma perspectiva, como cristiano, se encontraba AleksandrSolzhenitsin cuando —en el discurso que pronunció en Harvard en 1978,que convertiría en desconfianza la simpatía que hasta entonces le habíaotorgado la intelligentsia occidental— pedía a todo el mundo que«renunciara a lo que nos corresponde de derecho», y aconsejaba «laautolimitación libremente aceptada». Y seguía así: «Ha llegado elmomento, para Occidente, de afirmar los deberes de los pueblos más quesus derechos.» Y aún más: «No veo ninguna salvación para la humanidadfuera de la autorrestricción de los derechos de cada individuo y de cadapueblo.» Fuerte de toda la tradición cristiana, Solzhenitsin pedía a «unmundo que sólo piensa en sus derechos» que «volviera a descubrir elespíritu de sacrificio y el honor de servir».En efecto, todos los autores espirituales nos dicen que el nonserviam!, ¡no serviré! (y por lo tanto «no reconozco obligaciones, sóloreivindico mis derechos») es el grito de rebelión de Satanás contra Dios.Tan profunda era la conciencia de ello entre los creyentes, que elabbé Grégoire, que sin embargo fue fiel a la Revolución desde el principioy votó la «Declaración de los derechos» en la Asamblea Nacional, pidió —pero en balde— que se elaborara una «declaración de deberes» paralela. Deespíritu religioso, incluso en su lucha contra la Iglesia, el mismo GiuseppeMazzini tituló su «catequismo» Los deberes del hombre: para él tampocopodía existir libertad, ni organización social firme y duradera, sin pasarantes por el cumplimiento del deber, del que derivaban (pero en un segundomomento) los derechos.Por otra parte, para dar complemento a la doctrina cristiana, no hayque olvidar (al contrario, hay que tener siempre presente) que los deberes  del hombre tienen un enfoque preciso: y es que al hombre —a cadahombre, cualquiera que sea su sexo, raza y condición social— se lereconoce un derecho fundamental. Es el derecho a reconocerse hijo deDios,creado y salvado por él, por amor gratuito; el derecho inaudito dellamar a Dios no sólo «padre», sino incluso «papiño», abbà. Esto lo cambiatodo, radicalmente. Tal como se ha observado: «Se trata de derechos delhombre que hay que respetar, porque todos los hombres son hijos de Dios,mis hermanos, antes que derechos del hombre por reivindicar.»O, tal como dirá un gran estudioso del pensamiento católico de latradición medieval, Étienne Gilson: «A los cristianos les importan losderechos del hombre mucho más que a los incrédulos, porque para éstossólo tienen fundamento en el hombre, quien los olvida, mientras que paralos cristianos tienen fundamento en los derechos de Dios, quien no nospermite olvidarlos.»Cuanto hemos dicho hasta aquí (y muchísimo más se podría añadir)ayuda a entender la actitud de la Iglesia ante la «Declaración» de 1789.Cuando, por ejemplo, se condena con facilidad lo que sería una actitud«miope» y «cerrada» del Magisterio frente a la irrupción de nuevas formasde organización humana, se obra una censura, se quiere olvidar lo que, enla Biblia, suena hoy a escándalo: lo recordábamos citando las palabras dePablo sobre la autoridad.Si, en palabras de Clemenceau, «la Revolución francesa es un bloqueunitario: se toma o se deja», la Biblia también es un «bloque unitario» yhay que tener en cuenta todas sus palabras. Ante el giro revolucionario definales del siglo XVIII, había que enfrentarse a una perspectiva que, porprimera vez en la historia no sólo del cristianismo, sino de toda lahumanidad —siendo las demás religiones concordes, en este aspecto, conla perspectiva cristiana— afirmaba que el origen y la legitimidad del poderno derivaban de Dios sino del pueblo y de su voluntad, expresada pormayoría en elecciones. Había que aceptar que la radical igualdad denaturaleza entre los hombres (que es uno de los aspectos fundamentales dela Buena Nueva) llevaba consigo la igualdad práctica de los derechossociales: lo que no era admisible en una perspectiva esencialmente«jerárquica» (o, mejor, «orgánica») como la cristiana. Pablo, mientrasanunciaba el gran mensaje según el cual ya no hay «ni judío ni griego, niesclavo ni libre, ni hombre ni mujer», también enseñaba —siendo lasociedad de los hijos del Padre un solo cuerpo en el que cada miembrotiene su función— que hay miembros subordinados a otros; y todos estánsubordinados a Cristo.El problema era (quizás es) mucho más complejo de lo que quierencreer hoy algunos católicos. La Iglesia no es dueña, sino guardiana yservidora de un mensaje con el que debe confrontarse continuamente, paraadecuarse a él. Y ese mensaje les parecía, a esos hermanos nuestros en la  fe, en contradicción con lo que el «mundo» (por lo menos, el de unosintelectuales) empezaba a afirmar.Pero también había otras objeciones que actuaban, y que quizássiguen actuando, aunque muchos no parecen ser muy conscientes de ello.Es un tema al que volveremos en otro apartado.20. Derechos del hombre/3A los problemas generales (de los que hemos hablado) planteadospor la «Declaración de los derechos del hombre» de 1789 y la de 1948,otros se añadían —y se añaden— cuando se examinan concretamente lostextos.El texto de 1789 dice: «La Asamblea Nacional reconoce y declara,en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechosdel hombre y del ciudadano. Artículo 1: Los hombres nacen y permanecenlibres e iguales en derechos.»Ese «Ser Supremo» (el Dios sin cara e inaccesible en el Cielo deldeísmo de los ilustrados, el «Gran Relojero» de Voltaire, el «GranArquitecto del Universo» de los masones) es la única referencia«religiosa». Pero es una reverencia puramente ritual a Algo (más que aAlguien) que está sobre las nubes, que no tiene nada que ver con lo que loshombres establecen autónomamente, basándose sólo en aquel libre «pactosocial» que, para Rousseau, es la única base de la convivencia humana.Otra cosa es el Bill of Rights, aquella «Patente de derechos»proclamada doce años antes, en 1776, por los constituyentes americanos.La Constitución de Estados Unidos declara: «Todos los hombres han sidocreados iguales y tienen unos derechos inalienables que el Creador lesotorga...». Pese al origen estrictamente masónico de Estados Unidos (todoslos padres fundadores, como Franklin o Washington, estuvieronabiertamente afiliados a las logias, y la gran mayoría de sus presidentes loha estado y lo está), el documento americano no establece el fundamento delos derechos del hombre en la voluntad de éste, sino en el proyecto de unDios Creador. No es casualidad que ni la proclamación de independenciaamericana ni su Constitución provocaron reacciones en los ambientescatólicos. Y siempre fue reconocida la lealtad patriótica de los católicos dela Federación.La diferente actitud de Roma ante la «Declaración» francesaobedeció a que, mientras para los americanos es el Creador quien hace a loshombres iguales y libres, para los franceses los hombres nacen libres eiguales porque así lo establece la Razón, porque ellos lo quieren y loproclaman. Hermanos: pero sin padre.

La paradoja es aún más evidente en la «Declaración» de la ONU:aquí, para conseguir el mayor consenso (pero aún así los paísesmusulmanes no quisieron adherirse: mujeres y esclavos, para el Corán, noson y no pueden ser «iguales» a quien es hombre y libre) se eliminócualquier referencia a ese inocuo «Ser Supremo». Dice el texto de lasNaciones Unidas, en su primer artículo: «Todos los seres humanos nacenlibres e iguales por dignidad y derechos. Ellos están dotados de razón yconciencia y deben actuar los unos hacia los otros con espíritu defraternidad.»Aquí también nos encontramos ante el «deber» de una fraternidad sinpaternidad común. No se dice, por lo tanto, dónde estriba este «deber», porqué hay que respetarlo, ni se quiere decir. Es el drama de toda moral«laica»: un «¿por qué escoger el bien en lugar del mal?» que queda sinninguna respuesta razonable.En efecto, la «Declaración» de las Naciones Unidas es quizás eldocumento internacional más violado y escarnecido de toda la historia,incluso por parte de gobiernos que, mientras pisan todos los derechos delhombre, que solemnemente han votado y aceptado, se sientan y pontificanen aquella misma Asamblea de Nueva York. Es suficiente dar una miradaal informe anual de Amnistía Internacional: lectura aterradora que nosenseña la eficacia de los «compromisos morales» y de las declaraciones delibertad, igualdad y fraternidad que sólo se basan en la «razón» y noderivan de Alguien cuya ley trascienda al hombre.Que este resultado fuera inevitable ya lo había previsto la Iglesia,confirmando de hecho una desconfianza secular. Antes de ser proclamadala «Declaración» de la ONU, el Osservatore Romano (15 de octubre de1948) publicaba un comunicado oficial, hoy completamente olvidado,escrito, según una atribución nunca desmentida, por Pío XII. Se observabaen él, entre otras cosas: «No es por lo tanto Dios, sino el hombre, quienanuncia a los hombres que son libres e iguales, dotados de conciencia einteligencia, y que deben considerarse hermanos. Son los mismos hombresque se invisten de prerrogativas de las que también podrán arbitrariamentedespojarse.» Una crítica en la línea de la tradición. Ya hemos recordadocómo la formulaba Étienne Gilson en 1934.Confirmando la negativa a tomar en serio una «Declaración» cuyoefecto principal parecía el aumento de la hipocresía, más que de lafraternidad entre los hombres, el Papa Pacelli nunca mencionó eldocumento de la ONU en los diez años que le quedaban. Y cuando JuanXXIII, en 1963, publicó la Pacem in terris, citó aquel texto, pero (lorecordábamos) preocupándose de advertir que «en algún punto estaDeclaración ha provocado objeciones y ha sido objeto de reservasjustificadas». Interrogado a propósito de esto, el Papa Roncalli dijo que detodas las «reservas» y «objeciones» la principal era precisamente «la falta  de fundamento ontológico»: o sea, los derechos humanos basadosexclusivamente en el terreno blando y falaz de la buena voluntad delhombre.Mirando al presente, ya se sabe con cuánta energía y pasión JuanPablo II proclama esos «derechos» en el mundo, pero su adhesión —confirmada abiertamente en ocasión del 40.° aniversario de la ONU— noestá falta de críticas.Sólo dos ejemplos. El primero, la carta del 10 de diciembre de 1980a los obispos de Brasil: «Los derechos del hombre sólo tienen vigor alládonde sean respetados los derechos imprescriptibles de Dios. Elcompromiso para aquéllos es ilusorio, ineficaz y poco duradero si se realizaal margen o en el olvido de éstos.»Otro ejemplo: el discurso en Munich, el 3 de mayo de 1987: «Hoydía se habla mucho sobre derechos del hombre. Pero no se habla de losderechos de Dios.»Y seguía: «Los dos derechos están estrechamente vinculados. Alládonde no se respete a Dios y su ley, el hombre tampoco puede hacer que serespeten sus derechos. Hay que dar a Dios lo que es de Dios. Así sólo serádado al hombre lo que es del hombre.» Como hablaba en ocasión de labeatificación de un jesuita víctima del nazismo, Juan Pablo II continuaba:«Nosotros ya hemos comprobado claramente, también en la conducta delos dirigentes del nacionalsocialismo, que sin Dios no existen sólidosderechos para el hombre. Ellos despreciaron a Dios y persiguieron a susservidores; es así que trataron inhumanamente a los hombres.»A propósito del nazismo, hay que decir (sin quitar nada al horrorhitleriano) que en su caso, los mismos Estados que quisieron la«Declaración» de 1948 y que hoy celebran el segundo centenario de la de1789, pasaron por alto el artículo 11 de la primera y el artículo 8 de lasegunda. Dice el texto de la ONU: «Nadie será condenado por acciones uomisiones que, en el momento que se cometieron, no constituían actodelictivo según el derecho nacional e internacional.»Y el texto de la Revolución: «Nadie puede ser condenado si no es envirtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito.»Eminentes juristas de todo el mundo, con garantías de objetividad, hanseñalado que, a la luz de la prohibición absoluta de una ley retroactiva, losprocesos contra los jerarcas alemanes (empezando por el proceso deNuremberg) y del Japón derrotado violan aquellas «Declaraciones». Enefecto, una vez terminada la guerra —y expresamente, para estosprocesos— se definieron las figuras (desconocidas hasta entonces) del«crimen contra la humanidad» y del «crimen contra la paz», por cuyaviolación —cometida cuando las figuras jurídicas aún no existían—aquellos jerarcas fueron condenados a la pena capital o a cadena perpetua.Que quede claro: desde el punto de vista moral, estos tipos merecían semejante fin. Pero a nivel jurídico es otro asunto (sin olvidar que, una vezmás pasando por alto el derecho, los jueces —representantes de losvencedores— eran parte en causa y no magistrados imparciales).Es un ejemplo más de lo que Juan Pablo II, igual que suspredecesores, recuerda: basado exclusivamente en el hombre, todo«derecho del hombre» está en poder del hombre, sufre impunementeviolaciones y excepciones y puede ser manipulado según la convenienciapolítica.21. Derechos del hombre/4Tenemos la cabeza, dice Pascal, para que «busquemos las razones delos efectos». Sin quedarnos, por lo tanto, en lo que sucede, sinointerrogándonos acerca de las causas, a menudo no tan evidentes. Un deberde lucidez —añade ese grande— que incumbe especialmente a loscristianos, a quienes en efecto se les dijo: «Vosotros sois la sal de latierra...Vosotros sois la luz del mundo» (Mt. 5, 13-14).Ahora bien, debería estar claro que las «razones» de muchos«efectos» que ocurren fuera y dentro de la Iglesia están en pocas, perodecisivas, palabras. La «Declaración de los derechos del hombre» de 1789proclama en el artículo 3: «El principio de toda soberanía resideesencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejerceruna autoridad que no derive expresamente de ella.» Y, en el artículo 6: «Laley es la expresión de la voluntad general.»La «Declaración universal de derechos humanos» de las NacionesUnidas, en 1948, confirma y hace explícito en el artículo 21: «La voluntaddel pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos. Estavoluntad tiene su expresión en elecciones honestas que deben realizarseperiódicamente, con sufragio universal igual y voto secreto.»Según hemos visto ya en tres «capítulos», estas dos «Declaraciones»representan casi la Biblia de una nueva religión: la religión del hombre,donde todos podrían —mejor, deberían— converger. Una base común paracreyentes y no creyentes, para construir juntos una sociedad diferente ymejor.Pero todavía no hemos hablado —salvo algunas anticipaciones— delmotivo principal por el cual el pensamiento cristiano (y especialmentecatólico) se ha resistido durante tanto tiempo a aceptar en su conjunto y sinreservas «Declaraciones» como las de la Revolución francesa y de lasNaciones Unidas. En ellas, en efecto, se considera ilegítima y arbitrariacualquier autoridad que no derive expresamente del pueblo a través delvoto. La lógica de los artículos citados (que son el punto central de esostextos, el principio unificador de todo moderno «derecho del hombre»)
rechaza cualquier autoridad que no sea legitimada por elecciones libres,periódicas, universales. Hay que oponerse, por lo tanto, a lo que no es«democrático» en este sentido.Pero en todas las sociedades humanas, de cualquier época ycualquier país, existen autoridades «naturales» que no derivan del artificiode elecciones: la familia, por ejemplo, donde los padres no son elegidos porlos hijos, y, sin embargo, legítimamente pretenden autoridad sobre ellos. Laescuela, donde el maestro ejerce una autoridad que no deriva del sufragiode los alumnos. La misma patria, que no es fruto de libre elección, sino deun «destino» (nacer aquí y no allá); y, sin embargo, incluso las constitu-ciones más avanzadas le otorgan tal autoridad, que nos puede pedir hasta elsacrificio de la vida en su defensa. En efecto, a partir de 1789 —y demanera cada vez más acelerada desde 1948— la lógica de la«democratización» de todo y a toda costa ha llegado a afectar a estasrealidades, provocando actitudes de oposición a la autoridad de la familia,de la escuela, de la patria y de todo lo que no deriva de sufragio universal.Pero entre estas realidades «no democráticas» estaba y está sobretodo la Iglesia, con su pretensión fundamental: una autoridad, la suya, queno viene de abajo, del «cuerpo electoral», sino de arriba, de Dios, de laRevelación en carne y palabras, que es Cristo. Tanto es así, que un añodespués de proclamar los «derechos del hombre», la Revolución, con la«Constitución civil del clero» de 1790, reorganizaba la Iglesia según losprincipios «democráticos», los únicos principios legítimos: supresión de lasórdenes religiosas (consideradas contrarias a los derechos humanos) yelección de párrocos y obispos, hecha por todo el cuerpo electoral,incluidos, por lo tanto, no católicos y ateos. Luego, cuando las tropasfrancesas ocuparon Roma, en seguida abolieron el papado, que era «unpoder arbitrario, por no derivar del sufragio universal».Ninguna religión es «democrática», obviamente (no hay votaciónsobre Dios, si existe o no; sobre las obligaciones y deberes que, según la fe,Él impone a los hombres). Menos «democrático» aún el cristianismo, segúnel cual el hombre ha sido creado por indiscutible voluntad de Dios. El cual,luego, eligió a un pueblo para imponerle una ley que no había sidoconcordada ni legitimada por elecciones: no era una «Declaración dederechos», sino aquella «Declaración de deberes del hombre» que es elDecálogo. Jesús es justo el contrario de un «elegido por el pueblo»: «Por Élel mundo había sido hecho, y el mundo no lo conoció»; «Él vino a lo suyo,y los suyos no lo recibieron» (Jn. 1, 10-11). Pilatos propuso una especie dereferéndum «democrático» a una representación del pueblo, reunido consus jefes: el resultado fue negativo para el candidato, eliminado pormayoría en beneficio de Barrabás. Jesús, sometido a libres elecciones, nohabría aprobado los «exámenes de Mesías» ni siquiera entre sus discípulos,tan contrarios a su destino que el «portavoz de la base», Pedro, es duramente reprochado «porque no siente las cosas de Dios, sino las de loshombres» (Mt. 16, 23). La «Constitución» del cristiano, el «discurso de lamontaña», no la pide el pueblo —que, al contrario, se desconcierta frente aella—, sino que se le propone con un acto unilateral.Y tampoco es democrática la estructura de la Iglesia, que no se basaen elecciones, sino en los Apóstoles, a quienes se les recuerda: «Vosotrosno me escogisteis a Mí; pero Yo os escogí» (Jn. 15, 16). Lo cual es justo locontrario del principio que legitima la autoridad según todas las modernasdeclaraciones de los derechos del hombre. Que, aceptados sin lasnecesarias reservas y objeciones, llevan por necesidad lógica, en la Iglesia,a aquellas mismas consecuencias a las que llegaron los revolucionarios. Esdifícil negar coherencia a esos teólogos que piden la «democratización» dela Iglesia; donde no solamente todas las autoridades (desde el vicepárrocoal Papa) deberían ser legitimadas por elecciones del «pueblo de Dios», sinotambién el dogma, expresión de una intolerable mentalidad jerárquica,debería ceder el paso a la libre opinión y la moral debería ser sometida aperiódicos referéndums. Hay que ser conscientes de que la aceptación deuna determinada mentalidad por parte católica lleva lejos de la estructurade la fe, que sin embargo se dice querer seguir practicando.Hacen falta lucidez y coherencia: existe, en todas las cosas (lorepetimos), una relación de causa y efecto que parece ignorar, en cambio,quien con ligereza piensa poder abrazarlo todo y el contrario de todo.22. Justicia para el pasadoNos preocupamos mucho por la justicia en el presente, aquí y ahora.Pero mucho menos por la justicia en el futuro y el pasado.Justicia para el futuro es respetar los derechos de los que vendrándespués de nosotros, sentir la responsabilidad de entregarles un mundo queno esté completamente devastado y envenenado, que todavía conservealgunos de sus dones originarios de belleza y fecundidad.Pero también existe una justicia para el pasado, hacia los quevivieron antes de nosotros: una justicia que ni siquiera los creyentesrespetan del todo.En el año del segundo centenario de la Revolución francesa, porejemplo, muchos católicos —entre ellos algún obispo— se olvidaron, conembarazoso silencio, de los tres mil curas asesinados, de la multitud dereligiosas violadas y a menudo torturadas hasta la muerte, de las decenas decampesinos descuartizados en las provincias que se sublevaban en nombrede una religión a la que no querían renunciar.No sólo existen los horrores de la Vendée, respecto a cuyoexterminio sistemático los historiadores hablan de primer genocidio de la historia moderna, y donde los jacobinos anticiparon, contra aquelloscampesinos firmes en su fe, los intentos de «solución final» de los naziscontra los judíos. En todas partes hubo masacres y persecuciones decreyentes: primero en Francia, y después en otros países, incluso en Italia,allá donde llegó la Revolución. Pero que la Vendée resultara tan indómitatambién se debe a que había sido teatro de predicaciones de uno de lossantos más apreciados por Juan Pablo II, que, dicen, considera laposibilidad de proclamarlo doctor de la Iglesia: Louis-Marie Grignion deMontfort.Según el esquema comúnmente aceptado, el oeste de Francia sesublevaría contra el París de los jacobinos, empujado por los aristócratas yel clero que querían mantener sus privilegios. Es una mistificación,desenmascarada ya desde hace algún tiempo, pero todavía presentada enlos manuales de escuela, frente a la evidencia de los documentos: éstos de-muestran, sin que pueda haber dudas, que la sublevación empezó desdeabajo, desde el pueblo, que a menudo, con su iniciativa, arrolló los titubeosdel clero y de los nobles (muchos de los cuales prefirieron huir alextranjero en lugar de asumir sus responsabilidades). Insurrección popular,pues, y no «política» —aunque acompañada de contradicciones y errores,como todo lo humano—, y ni siquiera «social», sino fundamentalmentereligiosa, contra los intentos de descristianización que una minoría de fe-roces ideólogos realizaba en la capital.Ninguna de las ideologías modernas ha tenido una base popular: el  marxismo nunca ha llegado al poder a través de elecciones libres y, alládonde estaba en el poder, ha caído sin que nadie moviera un dedo paradefenderlo; el 25 de julio de 1943, para acabar con el fascismo bastó unanuncio en la radio y un cartel en las esquinas de las calles; con la caída deBerlín, el nazismo desapareció. Por otro lado (esto tampoco hay queolvidarlo, a pesar de las retóricas), el pueblo tampoco se había levantadopara defender el liberalismo cuando Mussolini y Hitler acabaron con él. Y,para quedarnos en la Revolución francesa, el pueblo acogió sin chistar elautoritarismo napoleónico que sofocó los «inmortales» principios de 1789.La insurrección de las masas en defensa del cristianismo en el oeste deFrancia (y más tarde en Italia, en Tirol y en la España invadida por Napoleón) es por lo tanto un hecho único y sorprendente para loshistoriadores. En todo caso es justo no olvidarlo, como en cambio se ha hecho durante demasiado tiempo en nombre del conformismo de algunos,que temen estar en la parte «equivocada» de la historia. Además, hoy endía, incluso los laicos más honestos están cada vez menos seguros de quefuera realmente « equivocada ».Vendée
Ya tenemos aquí el libro aguafiestas, la implacable obra de un jovenhistoriador que ha provocado las iras de la inteligencia francesa, que —suntuosamente patrocinada por François Mitterrand— celebró en 1989«glorias» y «fastos» de la Grande Révolution que cumplía entoncesdoscientos años.Estamos hablando de Le génocide franco-français: la Vendéevengée, de Reynald Secher.Estas terribles páginas tuvieron en su momento algún eco en nuestrosdiarios, pero la industria «oficial» del libro, que sin embargo va saqueandode todo, hasta lo irrelevante, especialmente del francés, no habíaencontrado sitio para ellas. Ha suplido esto una nueva y pequeña editorialque —¡rara avis!— no sólo no esconde su orientación católica, sino que deesta inspiración quiere hacer la única base, sin compromisos, de suproducción.Su programa editorial, por lo tanto, prevé la publicación de obrasnuevas, originales o traducciones, pero «malditas», o sea rechazadas por laideología dominante en las editoriales, incluida alguna que ya fue, o aún sedeclara, «católica». Pero también prevé la recuperación de obras delpensamiento cristiano de los siglos XIX y XX imposibles de encontrar,muchas veces no por falta de mercado, sino por falta de «simpatía» porparte de cierta cultura que se declara «pluralista», «paladina de latolerancia», mientras está realizando una dura censura ideológica.Esta nueva editorial, en la fase inicial de su actividad —antes dellibro sobre la Vendée, que hemos mencionado y del que hablaremos másadelante— publicó otro ensayo contrarrevolucionario. Es el panfleto,también aguafiestas, Pourquoi nous ne célébrons pas 1789, escrito por JeanDumont, que en pocas páginas, acompañadas por ilustraciones raras de laépoca, muestra con vigor e información extraordinarios «los falsos mitos dela Revolución francesa», tal como dice el título de la traducción italiana. Enun tamaño y a un precio reducidos aquí tenemos la obra de síntesis quemuchos lectores buscaban para aclararse las ideas (en una perspectiva quequiere ser explícitamente católica) acerca de aquella revolución cuyosefectos aún perduran.Pero vamos a ver ahora Le génocide franco-français, ese libro deSecher que, pese al obstruccionismo realizado por el conformismo«políticamente correcto», ha provocado en Francia una profundaconmoción.Reynald Secher, el joven autor (nacido en 1955) originario de laVendée, fue a buscar una documentación que muchos consideraban yaperdida. En efecto, los archivos públicos han sido diligentementedepurados, en la esperanza de que desaparecieran todas las pruebas de la masacre realizada en la Vendée por los ejércitos revolucionarios enviadosdesde París.Pero la historia, como se sabe, tiene sus astucias: así Secherdescubrió que mucho material estaba a salvo, conservado, a escondidas, porparticulares. Además pudo llegar a la documentación catastral oficial de lasdestrucciones materiales sufridas por la Vendée campesina y católica,levantada en armas contra los «sin Dios» jacobinos.En los mapas de los geómetras estatales de la época está la prueba deuna tragedia inimaginable: diez mil de cincuenta mil casas, el 20 % de losedificios de la Vendée, fueron completamente derruidas según un frío plansistemático, en los meses en que se desencadenó la furia de los jacobinosgubernamentales con su lema aterrador: «libertad, igualdad, fraternidad omuerte». Prácticamente todo el ganado fue masacrado. Todos los cultivosfueron devastados.Todo esto, según un programa de exterminio establecido en París yrealizado por los oficiales revolucionarios: había que dejar morir de hambrea quien, escondiéndose, había sobrevivido. El general Carrier, responsableen jefe de la operación, arengaba así a sus soldados: «No nos hablen dehumanidad hacia estas fieras de la Vendée: todas serán exterminadas. Nohay que dejar vivo a un solo rebelde.»Después de la gran batalla campal en la que fueron exterminadas lasintrépidas pero mal armadas masas campesinas de la «Armada Católica»,que iban al asalto detrás de los estandartes con el Sagrado Corazón yencima la cruz y el lema «Dieu et le Roy», el general jacobino Westermannescribía triunfalmente a París, al Comité de Salud Pública, a los adoradoresde la diosa Razón, la diosa Libertad y la diosa Humanidad: «¡La Vendée yano existe, ciudadanos republicanos! Ha muerto bajo nuestra libre espada,con sus mujeres y niños. Acabo de enterrar a un pueblo entero en lasciénagas y los bosques de Savenay. Ejecutando las órdenes que me habéisdado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos y masacrado alas mujeres, que así no parirán más bandoleros. No tengo que lamentar niun prisionero. Los he exterminado a todos.»Desde París contestaron elogiando la diligencia puesta en «purgarcompletamente el suelo de la libertad de esta raza maldita».El término «genocidio», aplicado por Secher a la Vendée, hadesatado polémicas, por considerarse excesivo. En realidad el libromuestra, con la fuerza terrible de los documentos, que esa palabra esabsolutamente adecuada: «destrucción de un pueblo», según la etimología.Esto querían «los amigos de la humanidad» en París: la orden era la dematar ante todo a las mujeres, por ser el «surco reproductor» de una razaque tenía que morir, porque no aceptaba la «Declaración de los derechosdel hombre».
La destrucción sistemática de casas y cultivos iba en la mismadirección: dejar que los supervivientes desaparecieran por escasez yhambre.Pero ¿cuántos fueron los muertos? Secher da por primera vez lascifras exactas: en dieciocho meses, en un territorio de sólo 10.000kilómetros cuadrados, desaparecieron 120.000 personas, por lo menos el 15% de la población total. En proporción, como si en la Francia actual fueranasesinadas más de ocho millones de personas. La más sangrienta de lasguerras modernas —la de 1914-1918— costó algo más de un millón demuertos franceses.Genocidio, pues; verdadero holocausto; y, como comenta Secher,tales términos remiten al nazismo. Todo lo que pusieron en práctica las SSfue anticipado por los «demócratas» enviados desde París: con las pielescurtidas de los habitantes de la Vendée se hicieron botas para los oficiales(la piel de las mujeres, más suave, era utilizada para los guantes). Cen-tenares de cadáveres fueron hervidos para extraer grasa y jabón (y aquí sesuperó hasta a Hitler: en el proceso de Nuremberg se documentó —y lasmismas organizaciones judías lo confirmaron— que el jabón producido enlos campos de concentración alemanes con los cadáveres de los prisioneroses una «leyenda negra», sin correspondencia con los hechos). Seexperimentó por primera vez la guerra química, con gases asfixiantes yenvenenamiento de las aguas. Las cámaras de gas de la época fueron barcoscargados de campesinos y curas, llevados en medio del río y hundidos.Son páginas, disponibles ahora, que provocan sufrimiento. Pero labúsqueda de una verdad escondida y borrada bien vale el trauma de lalectura.24. VenganzasDicen que «cristianismo» es vivir con plenitud el presente,proyectados hacia el futuro y manteniendo firmes las raíces en el pasado.Hoy parecemos carecer precisamente de este último aspecto: como una pér-dida de la memoria histórica, ya sea por falta de conocimiento de lo quenos ha precedido, ya sea por una especie de olvido, tan vacilantes comosomos en reconocernos herederos de un pasado que creemos lleno sólo deinfamias y grandes traiciones al Evangelio.Es preciso reaccionar, en nombre de aquella verdad y aquel respetoque hoy invocamos para todos. En efecto, difamar el pasado es faltarle elrespeto —como si hubiera estado formada sólo por hipócritas perezosos obrutos incapaces de entender lo que sólo nosotros entenderíamos— aaquella Iglesia militante que nos ha traído la fe. ¿Acaso el debido respetosólo es para los «lejanos» y no para nuestros padres, que ciertamente hicieron de las suyas (como nosotros, por otra parte), pero que tambiénescribieron una historia que Juan XXIII, en el discurso de apertura del
Concilio, definió, en su conjunto, como «luminosa», haciendo un balancedel pasado antes de que los padres conciliares construyeran el futuro?Para dar un ejemplo, partimos de un suceso: la muerte, en Berlín, deRudolf Hess, el jerarca nazi huido a Inglaterra, por razones todavía oscuras,al principio de la guerra, y en seguida encarcelado. Un tribunal tandesconcertante como el de Nuremberg lo condenó a cadena perpetua: leyesretroactivas aplicadas por jueces tales como la URSS de Stalin, fiel aliadode Hitler hasta que el amigo lo traicionó; los EE. UU. de Hiroshima yNagasaki y de crímenes contra la cultura, tal como la inútil destrucción deMontecassino; la Gran Bretaña de los 250.000 muertos inermes de Dresde;Francia, falsa ganadora, que en los cuatro años de Vichy destacó por suesmero antijudío, que después, en pocos meses de guerra, se cubrió deinfamia con sus tropas coloniales y que finalmente, en la espiral devenganzas posterior a la liberación, conoció más de cien mil ejecucionessumarias e impunes.Aquella cadena perpetua a Hess, interrumpida sólo por su muerte enla prisión de Berlín-Spandau, ha reabierto el eterno debate sobre la relaciónentre vencedores y vencidos. Siguiendo un poco esas polémicas, pensabaen lo que había pasado en la Iglesia cuando su enemigo más implacablemordió finalmente el polvo.Quizás ningún déspota perjudicó tanto a la comunidad eclesial comoBonaparte, ni más obstinadamente trató de borrarla o, no consiguiéndolo,quiso hacer de ella una larva, un dócil instrumentum regni. Pío VI,despojado de todos sus bienes, murió prisionero en Francia en 1799, yparecía imposible encontrarle un sucesor («¡Pío sexto y último!», gritaba lacanaille). Pío VII, elegido tempestuosamente por un grupo de cardenalesque pudieron reunirse en Venecia, pasó la mayor parte de su pontificado deuna prisión a otra: amenazado, aislado, engañado, testigo impotente de ladestrucción de su Iglesia. No hay nada que no se le hiciera, en una espiralde violencias y humillaciones que terminó solamente con la caída deltirano.La hora de la venganza llegó a finales de mayo de 1814, cuando elPapa desterrado volvió a Roma en lo que fue un triunfo del pueblo.Encontró a novecientos presos, entre franceses y colaboracionistas autóc-tonos, encerrados en Castel Sant'Angelo. A pesar de las protestas de losromanos —que habían sufrido las vejaciones, la arrogancia y el despojo(archivos y pinacotecas llevadas a París), la movilización de jóvenes en elejército y los altos impuestos— en seguida liberó a seiscientos de ellos, ymenos de dos meses después liberó a los demás mediante una amnistía.También le llegaron protestas, más potentes y amenazadoras, del restauradoen el trono rey de Francia, cuando acogió, visitándola a menudo, a la madre de Napoleón, rechazada por su propia hija, la gran duquesa de Toscana,quien esperaba así ganarse el favor de los vencedores. Alrededor deMadame Mère acabó reuniéndose en Roma, única ciudad que la habíaaceptado, la numerosa parentela del emperador caído.El prefecto napoleónico, que había sido su carcelero en Savona,recibió una carta paterna de Pío VII para que se librara de losremordimientos que lo afligían. Ese Papa, realmente «extraño» ante losojos del mundo (y en efecto la diplomacia europea estaba escandalizada),llegó a enviar un mensaje al príncipe regente de Gran Bretaña para queliberara al preso de Santa Elena, o al menos mitigara su encierro. Escribía:«Ya no puede ser un peligro para nadie, queremos que no se convierta enun remordimiento para alguien.» Y cuando le recordaban su furia contra laIglesia y su persona, el viejo benedictino exhortaba a pensar en sus ladospositivos: «Hay que esforzarse para entender y perdonar.» Finalmente,cuando le comunicaron que el preso, enfermo, quería un confesor, élmismo escogió un cura corso que pudiera entender mejor a su coterráneoen Santa Elena. Y lloró con su madre y sus hermanos, y organizó sufragios,cuando llegó a Roma la noticia de su muerte. Todo esto ocurría cuandotodavía quedaban abiertas las heridas de la persecución, y la Iglesia pagabael precio de desastres cuyas consecuencias duraron al menos un siglo;según algunos historiadores, hasta nuestros días.¿Es siempre tan peligroso y difícil, por lo tanto —como pretendecierta vulgata que se difunde en diarios y textos de escuela, y comoaseguran incluso algunos católicos, afectados por un curioso masoquismo—, remover en nuestro pasado? A veces; pero no siempre.Siguiendo a uno de esos teólogos que tanto influyeron en el ConcilioVaticano II, el santo y seña del católico de hoy en día tendría que serenjamber seize siècles, saltar dieciséis siglos, borrar hasta su recuerdo, paravolver a la Iglesia preconstantiniana; la única, en su opinión, realmenteevangélica y presentable en sociedad. Además de imposible, tal propósitomuestra desconocimiento de la historia, demasiado mitificada, de lacomunidad primitiva —una mirada a las epístolas de Pablo, a los cronistaseclesiales primitivos y a los padres nos recuerda que el bien vaacompañado por el mal— y de la historia que siguió. Cortar las raícessiempre es la mejor manera de hacer morir un árbol. Procuremos, por lomenos, ser conscientes de ello.25. Los regicidasNoche entre el 16 y 17 de mayo de 1793: la Convención Nacionalvota la condena a muerte del rey Luis XVI. Los votantes (con llamadanominal, por lo tanto de forma manifiesta) son 721. De ellos, 361 dicen «sí» a la guillotina, 360 dicen «no». La diferencia es de un solo voto, peropara el rey y la monarquía es el fin. Ilustran bien el clima en que sedesarrollaron la discusión y el voto, declaraciones como la del diputadojacobino Legendre, quien dijo estar convencido de la necesidad de«degollar al puerco» y enviar luego un trozo a cada departamento, comoadvertencia a los reaccionarios y exhortación para los revolucionarios.Danton recuerda en la Convención: «No queremos juzgar al rey, queremosmatarlo.» Y Robespierre: «Ustedes no son jueces, no hay que hacer ningúnproceso. Decapitar al rey es una medida indispensable para la saludpública.» El abbé Grégoire, el obispo líder de la Iglesia cortesana, quien hajurado fidelidad al nuevo régimen, truena: «Los reyes son, en el ordenespiritual, lo que la gangrena es en el orden material.»Pero a veces los historiadores son indiscretos. Y alguien se hamolestado en mirar qué ocurrió con los 361 que votaron la guillotina parael que llamaban, despectivamente, «el ciudadano Luis Capeto». De ellos 74murieron de forma violenta: casi todos, a su vez, degollados. Es larevolución que, como se sabe, siempre devora a sus propios padres e hijos.Otros murieron por otras causas. Pero de los supervivientes, 121 buscaron yobtuvieron cargos públicos, a veces de mucha responsabilidad, bajo elimperio de Napoleón.Se habían llamado a sí mismos, con orgullo, «regicidas»; y en lapetición de condena a muerte para Luis XVI habían visto (eso dijeron) elfin de todos los privilegios, los derechos divinos, las desigualdades, lasautoridades que no derivaban del pueblo. Mataron pues a un rey tal vezinepto, pero pacífico; y pocos años más tarde se pusieron al servicio de unemperador feroz que había querido ser coronado por el Papa (lo que nuncapretendió la antigua dinastía), e intentaba restaurar los fastos monárquicosdel Roi Soleil.Cosas que es preciso recordar. Pero que no sorprenden a quienconoce un poco a los hombres. A partir, obviamente, de sí mismo.26. VandalismoVandalismo: «Tendencia a devastar y destruir cualquier cosa conobtusa maldad, especialmente si es bonita o útil.» Así lo define elDiccionario Zingarelli, que no recuerda el origen del sustantivo,limitándose a mencionar la tribu bárbara que saqueó Roma en el año 455.«Vándalos» era el antiguo nombre de esos terribles germanos. Perosólo en 1794 nació la palabra «vandalismo», por obra de Henri-BaptisteGrégoire, el cura que, desde el principio hasta el final, estuvo con laRevolución francesa; que fue uno de los promotores de aquellaConstitución Civil del clero que provocó muerte, deportación o destierro a  miles de sus hermanos que se negaron a jurarla (los «refractarios»); quequiso ser elegido obispo «democrático y constitucional» de Bois; que fueuno de los más intransigentes en pedir la guillotina para Luis XVI («Losreyes —dijo— son en el orden moral lo que los monstruos son en el ordenmaterial»); que murió muchos años después, en 1831, declarándose aún ysiempre católico, pero negándose a reconciliarse con Roma. Y al que enocasión de las celebraciones de 1989 el presidente Mitterrand hizo trasladara una tumba del Panteón, entre las glorias de Francia.La historia enseña que siempre hay «capellanes» al lado de cualquierpersonaje y cualquier movimiento sociopolítico que llega al poder o que dealguna forma consigue atención y prestigio. Para seguir en nuestro siglo,vimos a curas proponiendo un cierto «modernismo» religioso, también encomplaciente respuesta al liberalismo político, y por lo tanto como manerade alistarse en las filas de la burguesía triunfante antes de la Gran Guerra.Vinieron después los curas fascistas, que desfilaban en formación frente aMussolini en la vía del Imperio, levantando el brazo en el saludo romano yluciendo medallas de guerra en la sotana. Hasta el fascismo agonizante dela república de Salò tuvo sus «asistentes espirituales», virulentos yantisemitas, a veces, como aquel don Calcagno con su Cruzada itálica,quien acabó fusilado en una plaza de Milán. Luego fue el turno de los curascomunistas o por lo menos simpatizantes y electores, cuando no elegidos.Soplan ahora otros vientos, y aquí aparecen nuevos capellanes para losnuevos astros: los socialistas de la máxima eficiencia productiva en lopúblico y el hedonismo en lo privado, o los demócrata-liberales, que hanvuelto con gran potencia y gloria.Siempre ha sido así, desde la época de Constantino (quizás inclusoantes), y así será siempre: lo importante es ser conscientes de ello y nodejarse impresionar por tanto revolotear de sotanas —metafóricas, ya sesabe, pues se han abandonado los hábitos eclesiásticos— alrededor dehombres e ideologías besados por la fortuna, el poder o simplemente lamoda.Pero sin olvidar nunca que la decisión de estar en el bando queparece «justo» en un momento dado no siempre se basa en el oportunismo,o en el deseo de ser aceptados, arrebatar un poco de aplausos, librarse delos peligros y la soledad de quien va a contracorriente.Muchas veces se basa en la buena fe de quien trata de evitar mayoresproblemas a la Iglesia y a los creyentes, actuando desde el interior delpalacio. Se basa en la conciencia, aunque deformada, de que el cristianismono es una doctrina fuera del tiempo, flotante en el aire, por encima de lahistoria, sino el anuncio de un Dios que ha tomado tan en serio esta historiacomo para comprometerse con ella hasta el final, asumiendo no solamenteel aspecto físico de hombre, sino la propia naturaleza

«El año decimoquinto del reinado de Tiberio César, siendo PoncioPilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, Filipo su hermanotetrarca de Iturea y de la Traconítida...» (Lc. 3, 1): mensaje histórico comoninguna otra religión, el Evangelio pide que junto a la tensión vertical,hacia el Cielo, haya también un empeño horizontal, en el polvo (que amenudo se convierte en lodo) de la Tierra.De esta necesidad de «comprometerse», de «ensuciarse las manos»con la historia, también derivan, inevitablemente, lo que podrían parecer, ya menudo son, errores, debilidades inaceptables, amistades dañinas oinoportunas. Y quién sabe si esto no forma parte del plan de un Diosprovidente, que para llegar a realizar sus fines necesita también de errores ydivisiones entre los que creen servirlo; quién sabe, sobre todo, qué hay en«los riñones y el corazón» de quien toma determinadas decisiones, que nopodemos «escudriñar» nosotros, sino sólo el «que juzga con justicia».Pero volvamos a nuestro abbé Grégoire, el capellán de laRevolución, el jefe moral de la Iglesia patriótica, y a su invenciónlingüística, «le vandalisme». Figura compleja, enigmática, pero en primerplano, que no podemos encerrar en el esquema del cura servil por miedo oafán de honores, el obispo «constitucional» de Blois osó sellar con estetérmino —en el aula de la Convención diezmada por la guillotina— la furiainfernal que se había desatado sobre el patrimonio artístico francés.«En este aspecto, las pérdidas fueron irremediables. Después de latormenta, Francia se quedó más pobre. Los tesoros más nobles del artecristiano fueron afectados o destruidos para siempre. Hoy al visitante se lehabla de "restauraciones". Pero en realidad en muchos casos se trata dereproducciones.» Así escribe en La Chiesa e la Rivoluzione francese(Edizioni Paoline) el historiador Luigi Mezzadri. Quien además de lapérdida de los tesoros de muchas bibliotecas eclesiásticas, recuerda lacompleta destrucción (y, precisamente, por puro «vandalismo») de losmonasterios de Cluny y Longchamp, la abadía de Lys, los conventos deSaint-Germain-des-Prés, Montmartre, Marmoutiers, la catedral de Mâcon,la de Boulogne-sur-Mer, la Sainte Chapelle de Arras, el castillo de losTemplarios en Montmorency, los claustros de Conques y otras infinitasobras de gran antigüedad y belleza.En una ciudad como Troyes hubo quince iglesias destruidas, enBeauvais doce, en Châlons siete; y la triste enumeración podría seguirpáginas y páginas, sin olvidar que prácticamente no hubo lugar de culto, encada aldea, que no fuera invadido y saqueado. En Aviñón no se limitaron adevastar el palacio de los Papas sino que, cegados por el odio, alimentarondurante días una gran hoguera con los muebles preciosos y, sobre todo, conlas maravillosas obras de la pinacoteca.De aquí, la vehemente protesta del obispo Grégoire, que sin embargoera padre e hijo de aquella revolución iconoclasta

Resulta difícil, además, justificar esta destrucción atribuyéndola a laexcitación de los ánimos rebeldes. Lo peor, en efecto, aún tenía que llegar.Y llegará con Bonaparte. Quien completó el desastre suprimiendo órdenesy congregaciones religiosas allá donde llegaba y expulsando curas ymonjas de sus conventos, monasterios e iglesias. En 1815, veintiséis añosdespués de aquel funesto 1789, no sólo Francia, sino Europa entera, era uncampo desolado, una extensión de ruinas amontonadas allá donde loshombres habían trabajado durante siglos para crear belleza. Pero que teníala grave culpa de haber sido promocionada para finalidades religiosas, paradar gloria a Dios y resplandor visible al culto y la oración.Remitir así con una palabra —vandalismo— a una población bárbara—los vándalos— no parece absolutamente casual: nunca, desde la época delas invasiones y la decadencia del Imperio romano de Occidente, elcontinente había conocido tan parecida e inútil destrucción de bellezas.
 

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